Sensibilidad, dicha y excesos

La felicidad viene siempre de una actitud: se consigue cuando aceptamos que las cosas son como son, que tenemos lo que tenemos, y que la vida sigue su curso, a pesar de nuestra visión personal. Eso no quita el esfuerzo que hemos de desarrollar por la mutación, por el cambio, por la búsqueda de lo positivo. Cumplido el intento, incluso cuando tiene que ser reiterado y no todo lo fructífero que nos gustaría, no podemos torturarnos por aquello que vemos cada día, o que sufrimos…

Es cierto que, a menudo, la suerte no viene recta. La desgracia busca, de vez en cuando, nuestro nombre, y hasta se ceba con nosotros. Al menos, eso es lo que parece. Nunca pensamos que, puestos a elegir, si pudiéramos, habría, hay, males mayores en el entorno, claro. La perfección no existe, ni siquiera por accidente. No obstante, en ocasiones, nos agobiamos con el deseo de que se manifieste en nuestras vidas.

El ser humano, que es ambicioso por naturaleza, no siempre calcula, no siempre ponderamos, lo oportuno, lo que podría ser aceptable. No lo hacemos. Queremos más y más, y nos arruinamos el particular devenir con molestias sin un sentido níveo. Es lógico que nuestro ideal sea vivir “como un sultán” (eso recalcaba la canción), como un rico adinerado al que le sobra de todo y que de todo tiene. Sin embargo, hasta esto último es imposible. Las excepciones también arrojan sus sombras. Debemos otear todas las caras del poliedro.

La felicidad no es una cuestión de dinero, aunque el dinero ayude, evidentemente. El placer viene, de modo inequívoco, de sacar partido a lo que confeccionamos en cada momento. En ciertas oportunidades nos metemos en enredos, en dudas, en deseos, en partidas de dominó que no podemos ganar, fundamentalmente porque nos ponemos el listón más y más alto. En nuestro mundo competencial no siempre pensamos que lo más importante es ser una buena persona: eso no tiene a veces «el peso suficiente», y así andamos en una crisis mayor de lo que meditamos.

Afirmaba Quevedo que la mejor señal de que se es una buena persona es «ni tener ni deber». Algunos viven en esta contradicción, y, además, se quejan ante el psicólogo o el psiquiatra de que nadie les entiende, probablemente ni ellos mismos. La maldición de una conquista financiera trae más y más soledad, que es el mal endémico de nuestro tiempo. Los precios suben como locos, y las distancias entre el «bien-estar» y las posesiones nos invitan a una dinámica demente que nos atosiga sin que reflexionemos con claridad.

Cambios

Caemos en la cuenta, de uvas a peras, sobre este despropósito, y nos decimos que vamos a cambiar, pero no lo hacemos. En el fondo somos como niños: queremos más y más, y no cejamos en este empeño inútil.

Manuel Kant nos invitaba a una mejora interna con su «atrévete a pensar por tu cuenta», pero no lo hacemos. Somos unos auténticos majaderos que, como en el Retablo de las Maravillas de Cervantes, decimos lo que conviene decir, aunque veamos otra cosa. Mi adorada Bonnie Tyler resalta que «no es tan importante ser siempre número uno», sobre todo, añado yo, porque el coste es muy elevado, demasiado.

Nos cubrimos con sábanas de desconocimiento, de ignorancia atrevida, de modernidad mal entendida, y nos ponemos a desayunar un día y otro con la aceptación por montera. Parafraseando a Susan Sontag, es evidente que «tanto horror nos hace insensibles»: insensibles con los demás, con los hermanos, con los compañeros, con los padres… Queremos la plenitud de los tiempos, y no entendemos que el devenir y su cosecha son siempre relativos, como apuntaba Einstein.

Todos ansiamos ser verdaderos maestros, pero lo mejor es reconocer que cada cual debe ejercer su oficio particular, esto es, el que conoce. La sencillez y la pureza de las cosas son el bastión principal para afrontar la vida ligeros de equipaje, que diría el poeta. Lo malo es que la tentación, como en la película, vive arriba, o, quizá, en todas partes. La renuncia a la prisa y a la conquista para después usar y tirar ha de figurar en el frontispicio de nuestras existencias. La frustración viene de mucho anhelar (en exceso, podríamos glosar). Nuestra enfermedad procede de quererlo todo. Frecuentemente, olvidamos que todo se queda aquí. ¿Alguien lo ignora? Amemos.

Juan Tomás Frutos
Soy Doctor en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Complutense de Madrid, donde también me licencié en esta especialidad. Tengo el Doctorado en Pedagogía por la Universidad de Murcia. Poseo seis másteres sobre comunicación, Producción, Literatura, Pedagogía, Antropología y Publicidad. He sido Decano del Colegio de Periodistas de Murcia y Presidente de la Asociación de la Prensa de Murcia. Pertenezco a la Academia de Televisión. Imparto clases en la Universidad de Murcia, y colaboro con varias universidades hispanoamericanas. Dirijo el Grupo de Investigación, de calado universitario, "La Víctima en los Medios" (Presido su Foro Internacional). He escrito o colaborado en numerosos libros y pertenezco a la Asociación de Escritores Murcianos, AERMU, donde he sido Vicepresidente. Actualmente soy el Delegado Territorial de la Asociación de Usuarios de la Comunicación (AUC) en Murcia.

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