Observar el pasado para sentir (mejor) el presente, sentir el pasado observando el presente.
De alguna manera, eso es lo que hacemos los historiadores cuando explicamos el pasado.
Tal cosa es lo que escribimos los historiadores cuando aclaramos que aquello que tuvo lugar, el pasado, no se desvaneció por completo en sus instantes fugaces.
Es lo que explicamos cuando, al mismo tiempo, hacemos entender cuánto de lo que hay en el hoy es el pasado que cambió para ser presente.
Escuchamos los documentos, las fuentes de aquel tiempo que se fue, que ya fue, que fue. Nos miramos en ellos, cara a cara. Observamos detenidamente estos días de hoy, esta realidad de ahora mismo que ya no lo es cuando acabo de escribir y menos aun cuando tú me lees.
En aquellos vestigios intentamos reconocernos, reconocer a quienes son sus ilegítimos herederos. En esta verdad aparente en la que estamos sumidos ahora queremos ser capaces de reconocer cuánto de todo aquello que no se desvaneció por completo persiste hoy a su manera de pretendida eternidad.
Vemos en el presente algunas briznas del pasado, en ocasiones auténticas esencias. Las vemos porque las hemos vislumbrado cuando nos hemos acercado a aquel pasado, a sus restos, a lo que queda de él, a lo que alguien quiso que quedara, a lo que no hemos sido capaces de destruir.