Sin colores

Cuaderno de bitácora

Décimo cuarto día del cuarto mes de 2024. 14 de abril, feliz día de la República.

Los ojos de buey que hay en las habitaciones de nuestra nave son ideales para quedarse ensimismado mirando las estrellas. Dejas volar la mente y se llena de recuerdos, más a estas edades que vamos teniendo. Vuelas y puedes aterrizar en cualquier momento de tu vida.

Estoy a principios de los años ochenta, terminando el instituto, preparamos el curso previo a la universidad en el nocturno del José de Churriguera, y para las clases de historia del arte ha llegado un profesor nuevo. El que tuvimos el año pasado fue muy bueno, Carlos se llamaba, y temíamos que le íbamos a echar de menos.

La verdad es que poca queja tengo de los profesores y profesoras que tuve durante todo el bachillerato y el COU, fueron quienes contribuyeron definitivamente en mi formación académica. En los tiempos que corrían en aquella época también fue decisivo el instituto en mi compromiso político, eran los primeros años de la democracia y había una efervescencia social que a veces eclipsaba la formación escolar. Todo estaba por descubrir y todo por hacer, a nuestra generación le tocó poner los cimientos de esta democracia que por momentos vemos, ahora, tambalearse.

Pero vuelvo a mi instituto y a la llegada del profesor de arte, y le traigo a la memoria porque no ha dejado de estar conmigo. Al principio, ya digo, le recibimos con cierta reticencia debido al vacío que nos dejó la marcha del anterior profesor, pero inmediatamente nos conquistó. Llevaba poco tiempo en la enseñanza, tenía apenas diez años más que nosotros; era diferente, quizás por su aspecto, delgado, guapete, inteligente, brillante y siempre con sus gafas de sol que le daban un aspecto de joven seductor.

Creo que fue el profesor que más me marcó y no sólo por sus conocimientos en arte, historia o economía que eran deslumbrantes, sino por su manera de transmitir esos conocimientos, por su implicación en nuestra formación académica y personal, por descubrirnos otras realidades sociales que no venían en los libros. Nos abrió la mente como se abren las ventanas para que conociéramos el mundo con espíritu crítico, no fue el único pero para mí sí el más importante por lo que me enseñó y por el ejemplo vital que me dio para lo que me depararía el futuro.

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Acromatopsia: sin colores La creación de Adán, de Miguel Ángel

Alfredo Matesanz es su nombre y tras sus gafas oscuras escondía el secreto de su vida, la resistencia ante la adversidad y el esfuerzo por sobrevivir más emocionante que he visto en mi vida. Alfredo nació en los primeros años cincuenta del pasado siglo en una pequeña ciudad de provincias hijo de un empleado de Correos y de una ama de casa, que se decía entonces. Tardaron en detectarle una rara enfermedad en los ojos que le impedía ver los colores, acromatopsia supe después, y con una visión del sólo el veinte por ciento.

Tuvo una infancia muy difícil y complicada, su enfermedad le hacía estar en desventaja en todos los aspectos de su vida cotidiana. A la falta de visión se unía la imposibilidad de apreciar los colores; me costó mucho llegar a entenderlo, se imaginan no ver el arco iris, no ver un atardecer, no ver el rojo intenso de una sandia, el cielo azul, un verde turquesa, no distinguir los colores de los alimentos, o de la ropa. Tuvo que inventarse recursos para poder salir adelante e ir avanzando en los cursos escolares, a pesar de las zancadillas y burlas que sufría.

La estrategia para distinguir los colores la encontró en la gama de grises, con ellos pudo ir intuyendo los azules, los verdes, los rojos, los amarillos,… con la ayuda de la gente que le iba queriendo y que le orientaba, y sobre todo, con su tesón, con el tremendo esfuerzo por no quedarse atrás, dedicando más horas y acercándose cada vez más los libros a la cara pudo ir pasando curso tras curso hasta lograr la heroicidad de licenciarse en Historia, aprobar su oposición, y finalmente ser Catedrático de Instituto.

Alfredo ha estado más de treinta años enseñando con una discapacidad superior al ochenta por ciento, pero con una dedicación y una entrega a su profesión que ha permitido que varias generaciones de estudiantes se consideren sus discípulos. Las dificultades que encontraba, el esfuerzo físico y mental que le suponía no faltar a su responsabilidad quedaban ocultos detrás de los cristales.

Escucharle describir un cuadro lleno de colores y matices del Renacimiento en sus clases de Arte fue el mayor de los regalos que pudimos recibir quienes acudíamos a sus clases y la mejor lección para enfrentarnos a la adversidad.

Cuando paseamos solemos discutir de fútbol, de historia, de economía, pero cuando nos paramos ante una iglesia románica, una catedral, unas ruinas griegas o romanas, cuando entramos en un museo o estamos delante de una escultura me callo y le escucho, porque sigue siendo mi profesor de arte, el mejor que tuve.

Luis González Carrillo
Cordobés de nacimiento y comunero al vivir en estas tierras de Madrid desde su infancia. Funcionario de la administración local, redactor de miles de informes y comunicaciones que le han permitido ganar la concreción y claridad necesaria, eliminando todo lo accesorio, para componer poemas con la métrica japonesa del haiku, tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, habiendo editado dos libros con estas composiciones, Haikuario y En la frontera; esa misma experiencia, y sus lecturas, le han permitido comentar más de cien libros de novela y ensayo publicados en diversos medios locales. Desde hace dos años, además de seguir con el haiku, viene publicando de manera regular artículos bajo la denominación de Cuaderno de bitácora, en un claro homenaje a la serie Star Trek, consiguiendo un observatorio ideal para expresar sus opiniones sobre el presente, el pasado y el futuro de todo lo que acontece en el mundo natural, político, social o personal.

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