Volver a casa trae un olor a malojillo, nardos y melancolía. Cada tarde cuando se introduce la llave en la cerradura y se comprueba que ese par de trozos metálicos calzan perfectamente, un placentero sentimiento de seguridad repercute en cada una de las fibras del cuerpo llenándolo de un sosiego que desmiente la posibilidad del acecho.
Se vacían los bolsillos, se deja en la mesa el reloj con toda su obsesión por estar siempre contando cada segundo que corre como si no bastaran el cansancio, las canas y las ajaduras de la piel para hacernos ver que el tiempo pasa. La punta de un pie hace palanca al borde del talón derecho para liberar al prisionero de ese lado (no hay zapato que sustituya la cómoda sensación del suelo frío en las plantas); luego la mano zurda, ya despojada del grillete puntual, irá al encuentro del pie izquierdo –que simultáneamente va subiendo como brote germinal ante el llamado de la luz- para dejarlo en igualdad de condiciones para la pisada.
Es ineludible la llamada del café vespertino: colado en manga, aliñado con guayabita, clavo y canela, servido en un cacharro de barro. Es imprescindible desempolvar los discos de vinilo y dejar que la aguja se deslice por sus surcos trayendo la voz inconfundible de Elvis Presley que nos acaricia como preámbulo de la intimidad. Voz de pájaro enjaulado en los armarios del tiempo que canta para aplacar los desconciertos.
Las canciones de Elvis anidan en nuestras nostalgias, les brindan calor arrebujándolas con su plumaje colorido y las alientan con su palpitar de metrónomo. Hacen que los recuerdos sean cuna de futuro, traen briznas de distintos rincones: un pábilo del volantín de la infancia se entreteje con hojas del mastranto que aromó el primer beso y se anuda con aquel dolor al que le faltó brillo de arcoíris para poder parir un sueño. Empollan frágiles cáscaras donde se incuban propósitos carenados, los alimentan, resguardan y, a su tiempo, impulsan al vuelo.
Son ritmos que viajan desde el norte como aves migratorias, no tanto para cambiar ellos de paisaje sino para cambiar el nuestro con su llegada o ausencia. Han escapado de las pedradas conque el resentimiento destroza las alas a la libertad. Han sabido sobrevivir al pesticida infame de la mezquindad humana, del comercio ilegal, la cacería, el saqueo de sus nidos, drenaje de las lagunas donde se reproducen, el humo intenso de incendios forestales, del cautiverio.
Elvis se reinventa en el aire. Su canto conjura soledades con variadas tesituras; trae sonoridades ajenas; convocan musas y espantos; asombra al practicar canopyng lanzándose por cuerdas de guitarra que hace vibrar con el plectro certero que mueve y conmueve provocando fuegos.
¡Oh, melancolía! Aunque padezca condena perpetua de un infalible amor cruzado, no quiero, Elvis, que te vayas sin dejar tus discos, sin apagar las luces, el gas y el dolor. A mi vez cerraré la puerta, más te dejo la llave al alcance por un descuido de la razón.