Todo va bien en el mejor de los mundos posibles. Ya lo decía Voltaire en su Cándido, obra maestra publicada a mediados del siglo 18. Hoy en día, el mejor de los mundos posibles, nuestro mundo, vive bajo la amenaza de los conflictos de intereses, de los cambios sistémicos, de una accidentada transición socio-cultural, del renacer de totalitarismos de todo signo.
Nuestro mundo no tiene que enfrentarse a un solo enemigo, sino a varios, a un sinfín de iluminados que tratan de imponer sus reglas de juego. Poco importa el interés general, el bienestar de los pueblos del planeta. Los detentores de la verdad absoluta se empeñan en ganar guerras mediáticas. Las otras, los conflictos bélicos, arrojan saldos de centenares de miles de víctimas reales, que algunos se limitan a calificar de… colaterales.
Desde 1990, cuando Bush padre anunció en advenimiento del Nuevo Orden Mundial, el mejor de los mundos posibles se tornó en un universo violento, convulso, intolerante. Los profetas del pensamiento único trataron de persuadirnos del final de la Historia. ¿Final de la Historia? Pero si aún nos quedaba por asumir el choque de civilizaciones y/o la saludable globalización. Todo un programa, destinado a convertir el mejor de los mundos posibles en… universo orwelliano.
Aparentemente, la pesadilla iba a acabar a finales de 2008, cuando Barack Hussein Obama se convirtió en el cuadragésimo cuarto presidente de los Estados Unidos. No, Obama no era un ser sediento de sangre, un intrigante que perseguía sórdidas venganzas. De hecho, pocos meses después de asumir el cargo, fue galardonado, prematuramente, con el Premio Nobel de la Paz. Una auténtica proeza para un político incapaz de acabar con los múltiples focos de tensión que sacuden la tierra.
Durante la campaña electoral de 2008, Barack Obama desveló su ambicioso objetivo: una nueva estrategia para un nuevo mundo. Estiman los editorialistas del New York Times que el presidente logró algunas de sus metas, como el diálogo nuclear con el régimen islámico de Teherán, la retirada gradual de las tropas estacionadas en Irak y Afganistán, el derrocamiento del dictador libio Mummar al Gadafi o la ejecución de Osama bin Laden, el enemigo público número uno de la civilización occidental.
Sin embargo, el actual inquilino de la Casa Blanca no pudo o no supo controlar las poco espontáneas primaveras árabes, que desembocaron en el auge del islamismo en los países del Magreb, ni de ofrecer una solución negociada al conflicto sirio, en el que Washington apoya, directa o indirectamente, a grupúsculos radicales islámicos afines al ideario de Al Qaeda.
Tampoco logró Obama poner punto final al conflicto israelo-palestino. El secretario de estado John Kerry se limitó a ofrecer a las partes un ultimátum con fecha de caducidad: israelíes y palestinos tenían que hacer las paces en un plazo de… ¡nueve meses!
Más trágica e inquietante es la tirantez generada por la crisis de Ucrania, donde los occidentales – léase Estados Unidos y Alemania – apostaron al caballo perdedor. Sus aliados de Kiev no tienen talla de estadistas ni auténticas credenciales democráticas.
¿Y Rusia? Vladimir Putin, al que la prensa alemana no duda en tachar desde hace ya algún tiempo de déspota ilustrado, supo aprovechar la crisis ucrania para promover un maquiavélico y aún embrionario proyecto: la Neorrusia.
La respuesta de la Alianza Atlántica no tardó: el general Philip Breedlove, comandante en jefe de la fuerzas de la OTAN en Europa, anunció el incremento del contingente estacionado en Europa oriental, es decir, en Polonia, Rumanía y los países bálticos. ¿Tambores de guerra? No, en absoluto: se trata, según los estrategas, de una simple reevaluación de los intereses geoestratégicos de Occidente.
Las perspectivas son bastante sombrías. Los comunitarios no logran ponerse de acuerdo sobre una postura común. La Alemania merkeliana sueña con una Europa del Atlántico a Moskau (perdón, Moscú en nuestro idioma, mientras no nos lo germanicen), el virrey de los galos, François Hollande, defiende unos obsoletos y poco creíbles conceptos ético-imperiales, nuestros nuevos socios comunitarios, los antaño “oseznos” del Pacto de Varsovia, prefieren bailar al son de la pandereta del Tío Sam.
El mundo de la globalización, del pensamiento único, de la Coca Cola y la hamburguesa tiende a convertirse en un universo… ¡multipolar!
En resumidas cuentas: todo va bien, señora baronesa.