Cuando el indetenible se topa con un obstáculo insalvable descubre que ha sido él mismo quien construyó ese muro de contención que limita su marcha. Se dispone a dar hasta el último aliento por vencerlo sabiendo que después de ese último esfuerzo siempre habrá un último más.
De eso se trata la vida ¿no? Creerse que se llegó a un final feliz y percatarse que la aventura recién está comenzando. Nunca termina una de inaugurarse. Todo nacimiento lleva en sí mismo la carga cromosómica de la muerte. Eterno péndulo oscilante. Principio del eterno retorno. Meta inalcanzable de la plenitud. Tensión erótica que nos involucra. Aprehensión tanática de lo fútil que es la vida si no se está en disposición de darla por alguien.
Sin embargo, ser el último día del año tiene su encanto: cada quien lo espera de forma diversa. Hay quien se aferra a la esperanza de que traerá todas las respuestas, las mismas que servirán, así lleguen tarde, para comprobar que nunca hubo preguntas más desalmadas que aquellas que nos hicimos sin piedad alguna. Otras veces deseamos que lo último que llegue sean precisamente las respuestas porque con ellas terminará la posibilidad de escaparse de una relación baldía por la tangente de un beso.
Puede ser que lo último que se nos ocurra fuera lo que debimos haber inventado en las primeras de cambio: nos habríamos ahorrado todo el dolor de parto podálico que implica estarse calculando la hipotenusa a un triángulo que no es recto. Lo más seguro es que tal vez quién sabe.
Lo mejor quizás es que este texto sea el último de su especie en este 2018 a punto de terminarse también y, dejándome de pendejadas, deba permitir que sea mi amor ardido en su letra quien te cautive por la mirada. ¿De qué sirve que me hagas jurar que será lo último que escriba si he de amarlo como al primero?
Sé que después del último viene para vos un texto irreverente y apertrechado de utopías que alimenta mi sangre y sostiene mi brazo para que, en estos momentos en los que hablamos, la vida se mantenga a pura palabra.