Isabel Hernández Madrigal[1]
Un día caí a un pozo lleno de agua y me ahogué. Fue un accidente estúpido y todo por intentar coger un sapo, que a ver quién me manda a mí coger un sapo. Estaba paseando por la finca de mis suegros y me acerqué al pozo. Sabía dónde estaba, sabía cómo era, sabía lo que cubría y también sabía, porque se lo había repetido cien mil veces a mis hijos, que los pozos son lugares peligrosos.
Pero ahí estaba yo, sola, encima de las maderas podridas que atravesaban el pozo, intentando coger un sapo con una red de las que se utilizan para atrapar pequeños peces. No me acuerdo si pensaba que aquel sapo era un príncipe encantado, esperando un beso mío que le liberase de la maldición de alguna bruja perversa, o que el sapo haría las delicias de mis hijos en la charca cercana a la casa, pero lo cierto es que el tablón de madera en que el que estaba subida se partió y me caí al pozo.
No sentí miedo en la caída, sabía nadar y salir del pozo no me parecía difícil, así que mientras caía, en ese leve segundo en que tardaron mis pies en llegar al agua, solo pensé que era imbécil.
Caí al agua, que estaba fría para ser verano, sucia y verde. El tablón partido me golpeó la cabeza y me hundí hasta tocar el fondo del pozo con los pies. El fondo estaba lleno de lodo y mientras más intentaba salir más me hundía, así que traté desesperadamente de subir dando un fuerte empujón con las piernas hacia arriba, pero me encontré atrapada por algo que no identifiqué.
Morir ahogada es terrible, desde luego yo nunca hubiera elegido esa muerte para mí, contuve la respiración todo lo que pude, intenté liberarme, moví con fuerza brazos y piernas, pero fue inútil, al final tuve que respirar ahí dentro y el agua verde entró en mi nariz, en mi boca, en mis pulmones y me ahogué.
Ahora estoy muerta y lo recomiendo. Estar muerta es una verdadera delicia. Lo primero que sentí no fue un cansancio infinito, por haber estado luchando con todas mis fuerzas por vivir, sino una gran liberación, es como si me hubiesen quitado todos los pesos de encima de repente, algo así como cuando nadaba en la piscina y metía la cabeza debajo del agua para que, además de mi cuerpo, se lavasen también mis pensamientos, -que buena falta les hacía-, eso mismo, pero a lo bestia, “vaya, pensé, ya entiendo por qué la gente no vuelve de la muerte”. Me sentí libre, ligera, nada me preocupaba y nada me dolía.
Luego rápidamente empezó a pasar toda mi vida por delante de mí como si fuera una película y…. Me pasé toda la película llorando. Desde luego mi vida había sido un drama, así que decidí que mi muerte sería una gran comedia. “Ya está bien de tanto drama, me dije”, y empecé a ver el lado positivo de estar muerta y me di cuenta de que tenía no uno, sino muchos lados positivos: no tenía que preocuparme por mañana, ni por las letras de la casa, ni por el trabajo, ni por las arrugas que ya empezaban a notarse, ni por las vecinas, ni por mis padres, ni por mis suegros, ni por mi marido, ni por mis hijos, ni por la enfermedad, ni por… , había tantos ni por, que pensé que estar muerta realmente era una gran ventaja y comencé a entender el verdadero significado del descanso eterno.
De pronto y sin avisar me encontré en un túnel oscuro, era como el del barco del parque de atracciones, ese en el que se mueve el suelo pero que no ves nada y te vas sujetando en las paredes para no caerte. Fue divertido el túnel, aunque bastante más largo que el del barco del “Mississippi”. Al final del túnel había una gran claridad, “así que este túnel lleva a alguna parte, me dije”, y caminé hacia la luz.
Según me iba acercando a la luz, me encontraba mejor, más contenta, más ligera, más libre. “Está claro pensé, la luz es como un gran antidepresivo”, es decir un antidepresivo a altas dosis, lo que no puedo entender es como puede haber habido alguien que realmente haya llegado hasta aquí y se haya dado la vuelta. La luz era cegadora, así que tuve que taparme los ojos un rato hasta adaptarme a tanta luminosidad. Un señor de barba blanca, de pelo largo y cano envuelto en una túnica, se me acercó. “Este es un ángel, pensé, tiene toda la pinta”, y no me equivoqué, era un ángel, el Ángel de la Entrada.
A partir de aquí, ya no me sonaba nada, ningún muerto, vuelto inexplicablemente a la vida para mí, había contado nada de lo que iba a sucederme a continuación, así que me puse un poco en guardia. “A ver por dónde me va a salir éste, me dije”. El portero, porque eso es lo que era este ángel, me explicó que una vez que llegas hasta él, ya no hay remedio y que por lo tanto no tenía otra que escucharle. “Ya empiezan las dictaduras, había sido demasiado bonito para ser verdad, me dije”, y escuché.
– Estás en el limbo, es decir en ningún sitio concreto y aquí nadie más que yo puede estar, así que dime qué puerta quieres que te abra.
Esto si que es la monda, pensé, así de pronto, sin ni siquiera darme alguna información acerca de lo que hay detrás de cada puerta tengo que elegir, como si yo fuera tonta, como si hubiese muerto ayer, como si no supiese que las puertas al mismo tiempo que te dan entrada a un lugar te cierran la salida a otro. “Qué mal rollo esto de las puertas, me dije”.
– No puedo decidirme así por las buenas, le dije al Ángel de la entrada, son muchas puertas y me imagino que no todas llevarán al mismo sitio.
– No, claro que no, me dijo el ángel, pero yo no puedo darte ninguna explicación. ¿Tienes ojos no? Pues lee los letreros.
Me acerqué a cada puerta y leí los letreros uno a uno: Puerta del regreso, Puerta de vivir otra vida, Puerta de los fantasmas, Puerta del cielo, Puerta del infierno. Había más puertas pero no me interesaron en absoluto, los letreros no me daban confianza, “mejor elijo una de estas, me dije, al menos puedo imaginar que hay detrás”.
Elegir me llevó un buen rato y no fue nada fácil, sobre todo porque el portero no hacía más que meterme prisa, cómo si elegir dónde y cómo podrías pasar toda la eternidad, fuera una elección sencilla. Sin embargo, me puse a ello. Puerta del infierno, desechada por nombre y contenido, me dije. Puerta del regreso, desechada también, no había llegado hasta allí para volver ahora como si nada. Puerta de vivir otra vida, desechada por pesadez, ahora que me había quitado de encima todas las cargas de la vida, no iba a volver a echarme a las espaldas nuevos pesos. “Solo me quedan dos, me dije”, así que ¡Ánimo valiente!.
El portero refunfuñaba detrás de mí.
– Se acaba el tiempo, se acaba el tiempo, decía.
Me estaba poniendo nerviosa. La puerta del cielo me tentaba con fuerza, siempre desde niña había oído hablar del cielo como el mejor de los sitios, ese lugar donde todo era maravilloso, donde todo era amor, donde todo era paz y felicidad, pero pensé que era demasiado bueno para ser verdad y que si algo me habían enseñado mi vida y mi estúpida muerte de ahogada por coger un sapo repelente, era que las cosas maravillosas no existen, así que con firmeza me dirigí a la Puerta de los fantasmas y la abrí.
Un montón de agua verde se me vino encima, y me encontré siendo el fantasma del pozo. “Ya he metido la pata, pensé”. No sabía cuánto tiempo tendría que ser fantasma, pero lo que supe muy pronto es que el pozo y sus alrededores iban a ser mi nuevo mundo.
Por suerte para mí, unos meses más tarde, un bonito día de primavera, un naturalista despistado que corría tras una mariposa cayó al pozo y para mi sorpresa, al igual que ocurre en el juego de la oca, me liberó.
Ahora soy un fantasma libre y me gusta.
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Relatos de Isabel Hernández Madrigal