Alea jacta est – la suerte está echada. Un buen ciudadano europeo, Christian Tybring-Gjedde, miembro del Parlamento de Oslo y presidente de la delegación noruega en la Asamblea Parlamentaria de la OTAN, presentó esta semana la candidatura de Donald Trump para el Premio Nobel de la Paz.
Tybring-Gjedde, militante del conservador Partido del Progreso, justifica la nominación de Trump por los «esfuerzos desplegados por el primer mandatario estadounidense para resolver conflictos prolongados y crear un clima de paz entre naciones». El parlamentario cita como ejemplo el reciente acuerdo de paz entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos, la disputa fronteriza entre India y Pakistán, el conflicto entre las dos Coreas y el intento de desmantelar el programa nuclear de Pionyang.
El diputado noruego trata de poner los puntos sobre las «íes» al hacer hincapié en el hecho de que no es un gran partidario de Trump, pero estima que el Comité Nobel debería juzgar al hombre por sus acciones y no por la forma de comportarse.
Aparentemente, todo está dicho. Su señoría, que cursó estudios superiores en los Estados Unidos, está en deuda con el país y, tal vez en menor medida, con el actual inquilino de la Casa Blanca, cuya personalidad le producen sentimientos mitigados. Sin embargo, estima que Donald Trump se merece mucho más el Nobel que la mayoría de los nominados en los últimos años. Alusión ésta indirecta, aunque transparente, a Barack Obama, quien tuvo que lidiar durante su mandato a un sinfín de conflictos regionales e internacionales. Sabido es que para los conservadores, Obama no fue un «hombre de paz». Sin embargo, Trump… lo es.
¿Ejemplos concretos? Otra de las proezas del primer mandatario estadounidense fue la reciente firma del acuerdo de «normalización económica» entre Serbia y Kosovo, negociado en el Despacho Oval de la Casa Blanca la pasada semana.
Los artífices de este inusual pacto fueron, además de Trump, que actuaba en su calidad de candidato a la reelección en noviembre próximo, el presidente serbio, Aleksandar Vucic, y el primer ministro de Kosovo, Avdullah Hoti.
Trump propuso que Serbia y Kosovo congelaran durante doce meses la disputa política sobre la independencia de la provincia, así como las condiciones sine qua non de Belgrado para un posible reconocimiento de Kosovo, centrando el debate en las perspectivas de desarrollo económico, creación de una zona económica común, abolición de aranceles, libertad de inversión y movimiento, fomento de medidas destinadas a atraer el capital extranjero. En resumidas cuentas, la adopción de un paquete de medidas que beneficiarían tanto a Kosovo como a la vecina Serbia.
La cuestión del reconocimiento de la independencia de la provincia secesionista no se incluyó en los documentos – tres variantes distintas – rubricados en Washington. Con razón; se trataba justamente de eludir el escollo con el que tropezó el proyecto de «pacificación» presentado hace dos años por los negociadores de la Unión Europea.
En este caso concreto, el empresario Trump ganó la partida a los diplomáticos comunitarios, quienes centraron sus esfuerzos en la hipotética solución política de un conflicto que se arrastra desde la última década del siglo pasado, cuando los países occidentales se decantaron por crear un «protectorado de la OTAN» en los Balcanes. Kosovo – la provincia albanesa de la antigua Yugoslavia – se convirtió en el escenario de este rocambolesco proyecto.
La solemne firma del documento tripartito deparó ciertas sorpresas a los políticos balcánicos. Se trataba de la introducción, en el documento serbio, de un compromiso formal de Belgrado de trasladar su embajada a Jerusalén en un plazo de diez meses y en el de Kosovo, de establecer relaciones diplomáticas con el Estado judío y abrir una representación diplomática en… Jerusalén. Curiosamente, ambos políticos aceptaron esta cláusula de última hora.
Con esta jugada, Trump consigue poner en un brete a su «amigo» Netanyahu. Si bien en el caso de Serbia no habría problemas – Tel Aviv y Belgrado cuentan con varios acuerdos de cooperación – al establishment israelí le resulta incómodo reconocer la independencia de Kosovo. De hecho, Israel se encuentra – junto con España, Grecia, Chipre, Eslovaquia o Rumania – entre los Estados que prefieren desconocer la existencia de la provincia secesionista. La clase política hebrea prefiere no sentar un precedente que pudiera servir de argumento legal a las corrientes independentistas de las «minorías» nacionales. En este caso concreto, la «minoría» son… los palestinos. Aunque Trump insiste en que Pristina no es Ramalá, los dignatarios israelíes prefieren hacer caso omiso de las garantías de la Casa Blanca.
Cabe suponer que, de aquí a primeros de noviembre, fecha de las elecciones presidenciales norteamericanas, Donald Trump nos sorprenda con otras majezas diplomáticas. No serán, sin duda, argumentos de peso para la concesión de Nobel de la Paz, como lo desea el noruego Christian Tybring-Gjedde, pero servirán para comprender que vivimos en un mundo en plena mutación. Y… acostumbrarnos al cambio.