Presentada en el Festival de San Sebastián 2015, donde la actriz Irene Escolar recibió una mención especial, la película «Un otoño sin Berlín», debut en el largometraje de la cineasta vasca Lara Izaguirre, es un “drama romántico” según la autora, aunque a mí me sobra lo de romántico, aunque también es posible que yo esté fuera de onda y el concepto de romanticismo haya cambiado en los últimos tiempos.
Lo mejor de la película es el título, sin ninguna duda. Sintetizando, «Un otoño sin Berlín» nos cuenta unos meses de la historia de June, una joven de veintitantos, quizá en la treintena, que regresa inesperadamente a su pueblo, después de pasar un tiempo en el extranjero.
Tras la muerte de su madre, June dejó atrás familia y pareja e inició una especie de huida hacia adelante. Ahora regresa de Canadá y la vuelta no será fácil: en principio, no la aceptan ni el padre ni el novio. Todos han cambiado, y June se esforzará por restablecer los lazos que rompió al escapar de la realidad cotidiana.
Familiares –un padre que termina perdonando, un hermano que va a lo suyo- , amigos –Ane, embarazada y satisfecha con su vida en el pueblo-, un novio insufrible que odia la luz, la calle, la gente… y encima va de escritor maldito, y hasta un niño “rarito” al que June enseñará francés, y con el que jugará a ser la niña que no querría dejar de ser, conforman el entorno de esta chica que un día salió a conquistar el mundo y ha regresado a comprobar si su mundo continúa donde lo dejó. Evidentemente, no.
Para la autora, “Un otoño sin Berlín es una metáfora sobre la imposibilidad para enfrentarnos a lo real”, y es además una película “que tiene alma”. Mi opinión es que se trata de una modesta película que no ha llegado a donde pretendía.