Isabel Hernández Madrigal[1]
Desde que he descubierto que soy un príncipe azul ando cada día más deprimido y es que el azul, aunque es un color muy bonito para el cielo e incluso para el mar, no parece apropiado para un príncipe.
El caso es que yo andaba tan contento por la vida, montado en mi caballo blanco, en busca de mi princesa para rescatar y nunca me había fijado en mi color, por eso me sorprendió tanto el grito de Claranieves cuando, después de darle un beso dulce en los labios para despertarla, ella abrió los ojos y me miró con terror.
– ¿Pero tú qué monstruo eres? – me dijo-, eres azul.
– No soy ningún monstruo, -le contesté-, soy un príncipe y acabo de rescatarte del sueño eterno al que un hada, con muy mala uva, te había castigado.
– ¿Te has mirado al espejo? -me preguntó-, jamás he visto a nadie de tu color por el reino, no puedes ser normal.
– Claro que soy normal, -le dije-, al tiempo que corrí en dirección a mi caballo en busca de un espejo que llevo en la montura.
Cuando tuve el espejo en las manos me miré, me vi apuesto, joven, guapo, con ojos grandes y labios pequeños, me gusté, dos segundos después reparé en mi color, era azul, ¡de tanto ser príncipe!, era azul. Mi cara, mis manos, que era lo único de mi cuerpo que dejaban ver mis ropajes, eran azules, azul claro eso sí, pero azules.
Claranieves me miraba desconfiada desde la urna donde había permanecido dormida durante años.
– ¿No sabías que eras azul?, -me preguntó, en tono sarcástico-.
– Pues claro que no,-le dije-, sabía que era un príncipe, pero ignoraba mi color. De todas formas, no creo que eso sea muy importante, te he rescatado y ahora nos casaremos y viviremos felices en el castillo para siempre.
– De eso nada, contestó Claranieves, con tono de seguridad, ni me voy a casar contigo, ni yo quiero un príncipe azul.
– ¿Cómo que no? –le dije-. ¿A qué más puede aspirar una princesa dormida?
– Una princesa dormida no lo sé, pero una despierta, tiene un montón de aspiraciones. Es más, te diría, que los príncipes azules no me interesan en absoluto. Lo que yo quiero, -me dijo-, es un príncipe de mil colores.
Me quedé boquiabierto, habían pasado años, qué diría, siglos y nunca príncipe alguno se había encontrado de frente con tal insensata. Claranieves no podía ser una buena princesa. Las buenas princesas se ponen tan contentas cuando llega su príncipe y las rescata y además le están agradecidas de por vida. Y esta princesa, aún sin salir de la urna, se atrevía a tener aspiraciones, a darme calabazas y a exigir, ¡cómo si pudiera! ¿Pero dónde se pensaba que estaba? ¿Quién se creía que era?
– Mira, lo siento, -le dije-, pero creo que estás muy equivocada, las princesas no piden, no exigen y no tienen más aspiración que la de desposarse con los príncipes. El príncipe soy yo, así que tú vas a salir de la urna, vas a subirte al caballo y los dos vamos a irnos al castillo a casarnos, sea yo azul o no ¡estaría bueno!
– No sabes con quien estás hablando, -me dijo la descarada-, no pienso hacer nada de lo que dices, creo que eres un príncipe muy anticuado, ya no se lleva nada de eso y yo como princesa moderna que soy, pienso elegir a mi príncipe y ya te he dicho que quiero uno de mil colores.
– Mira todo esto me desborda, -contesté-, yo solo soy un príncipe azul dispuesto a hacer su trabajo, es lo que siempre hemos hecho los príncipes y nunca hemos tenido problemas, que yo sepa, hasta ahora.
– Tienes que evolucionar, -sentenció-.
Y a mí me entró un escalofrío por todo el cuerpo.
– ¿Qué tengo qué? -Pregunté-.
– Evolucionar, -me dijo resaltando cada una de las sílabas-.
Las mujeres son imposibles, pensé, y si son princesas mucho más. “¿Y ahora qué es lo que quiere?” -Me pregunté-.
– Creo, -me dijo-, que no estás a la altura de los tiempos. Las princesas, hace mucho ya, que no esperamos a los príncipes azules, llegamos a la conclusión, mucho antes de que un hada malvada me durmiera -que ya hay que ser retorcida-, que ese papel, que no habíamos escogido, no nos gustaba nada, que nosotras también queríamos elegir a la persona con la que compartiríamos un trecho de nuestra vida, y digo un trecho, porque ya no se comparte toda la vida como antes.
– ¿Pero qué estas diciendo, te has vuelto loca?
– Podría haberme vuelto loca, -me dijo-, porque estar años y años dormida en una urna de cristal es como para perder la cabeza, pero no, he tenido mucho tiempo para pensar, o soñar, no lo sé muy bien, el caso es que cuando he abierto los ojos y he visto a un monstruo azul frente a mí, lo he tenido todo claro.
– Pues ya me dirás qué hacemos, -le dije-, yo soy azul y el color no se puede cambiar así de repente, quizás con años de esfuerzo, de lociones, de decolorantes, se pueda lograr algo.
– Tienes un problema, -sentenció-, me temo que todas las princesas que conozco quieren lo mismo que yo, así que o te esfuerzas y haces todo lo posible por llenarte de colores o te vas a quedar fuera del cuento.
Los colores de Claranieves me persiguen desde el día que la desperté. Muchas veces he pensado que hubiera sido mucho mejor dejarla dormir eternamente, así yo seguiría siendo un príncipe azul y ella una bella princesa dormida. Pero ya es demasiado tarde, está despierta, y ahora lucho con desesperación por saber cuáles y cuántos colores necesito para volver a formar parte de la historia.
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Relatos de Isabel Hernández Madrigal