Félix Muriel Rodríguez
En un momento como el nuestro en España, especialmente acuciado por la ininterrumpida sucesión de acontecimientos y dominado por el trasiego incesante de las llamadas “noticias falsas”, en un tiempo de postverdad, se hace más necesario que nunca hacer un esfuerzo de clarificación de la situación. Esfuerzo que, forzosamente, ha de empezar por llamar a las cosas por su nombre.
Lo primero que hay que decir es que no se debe hablar de “problema catalán”, por cuanto la sociedad catalana de hoy día es una sociedad heterogénea y muy plural que no está unánimemente por la independencia, como demuestran las manifestaciones del pasado fin de semana en Barcelona; por lo tanto, problema catalán, no: problema de algunos catalanes, de los nacionalistas catalanes.
Dicho esto, hay que señalar que el tema viene de lejos, que no es nuevo. Es un viejo asunto que ha ido mutando según las épocas y las circunstancias; pero que ha devenido en el momento presente en algo que no es lo que aparenta.
Con trazo grueso, se puede decir que hay tres etapas en el desarrollo del llamado problema catalán: una, que va desde sus iniciales planteamientos hasta la dictadura franquista; otra, desde la transición a la democracia hasta 2010, y finalmente, a partir de esa fecha y hasta la encrucijada del momento presente.
La cuestión catalana tiene su formulación inicial a finales del siglo XIX como una derivada política del romanticismo y el resurgimiento de los nacionalismos de la Europa de la época. Empieza siendo una reivindicación de la lengua y de la cultura catalanas, se transforma en catalanismo militante y termina por reclamar un espacio político, en la senda de los planteamientos más o menos “sentimentales” de las formulaciones nacionalistas de Renan, Fichte, Mazzini, etc. El catalanismo en su versión política respondía a una sociedad relativamente homogénea donde era fácil construir en torno a una lengua propia una diferenciación “colectiva” que, por otra parte era de difícil armadura teórica, salvo para que quienes fueran dominados férvidamente por el sentimiento identitario.
Lo cierto es que hasta la Constitución de 1978 constituía una pulsión latente en la sociedad española, a la que no se había dado el encaje definitivo. Un asunto desconcertante tanto para gobiernos como para partidos e intelectuales. Baste recordar que uno de los pensadores de mayor proyección internacional de la España contemporánea, José Ortega y Gasset, en un debate en las Cortes republicanas de 1932 con ocasión de la tramitación del primer Estatuto de autonomía para Cataluña, ya calificó la relación entre catalanes y españoles como de “conllevanza”, expresión que ponía de manifiesto no solo una cierta impotencia para encontrar una solución aceptable sino también un cierto hartazgo sobre el mismo. La guerra civil y la dictadura franquista pusieron punto final y un largo paréntesis a esta situación.
Durante la Transición política, que terminó alumbrando el período de democracia, desarrollo y paz más largo de la historia de España, se ensayó lo que parecía que iba a ser una “solución final” a la llamada cuestión catalana. En efecto: la CE de 1978 recogía tres de las más importantes reivindicaciones del catalanismo tradicional, a saber: Uno. El reconocimiento de Cataluña como “nacionalidad” dentro de la nación española, “patria común e indivisible de todos los españoles”, proclamado en el artículo 2 del texto constitucional, y restaurando al mismo tiempo el órgano de gobierno que en el ideario colectivo del catalanismo representaba la “continuidad” de las supuestas instituciones propias de la región, la Generalidad. Dos. La recuperación de la lengua propia, declarada cooficial –junto con el español- en el ámbito territorial de la comunidad, y Tres. La asignación de un amplio abanico de competencias de autonomía y autogobierno como nunca había ostentado la región y como pocos estados federados del mundo actual tienen (Länder alemanes, estados de USA, estados mexicanos o venezolanos, etc. …).
En este contexto, los españoles que protagonizaron la resistencia contra la Dictadura y los que durante la transición se sumaron confiados a la tarea de armar la Democracia después del largo y negro túnel del franquismo, creyeron que en España, por fin, iba a levantarse el sólido edificio de un Estado democrático al modo y manera de los existentes en el entorno geopolítico europeo. Así quedó reflejada esa aspiración en la CE, una de las más progresistas de nuestra historia y del panorama constitucional internacional contemporáneo, en cuyo artículo primero se declara solemnemente que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
El pacto político de 1976/78, en esencia consistía en: se descentraliza el poder y se reparte entre el gobierno central y los territoriales al modo de cómo hacen los países federales, encauzando así las viejas reivindicaciones; las comunidades se dedicarían a gestionar las competencias y el Estado a configurarse como un estado moderno y democrático, un estado de ciudadanos. ¿Qué pasó? Pues que desde ese momento se producen dos fenómenos que no estaban previstos por el buenismo e ingenuidad de la “nueva democracia” española, a saber: la traición de los territorios, que desde las instituciones regionales se dedicaron, especialmente la catalana, a la tarea de “hacer país”, de construir la nación catalana en oposición a la nación española; y frente a eso, el Estado llevó a cabo la dejación más flagrante de sus obligaciones y responsabilidades políticas. Resultado: “todo” era nación catalana y el estado era “invisible” en la comunidad autónoma.
A partir de 2010, como consecuencia de la Sentencia del Tribunal Constitucional, que recortó levemente el nuevo Estatuto de autonomía de 2006 (apenas media docena de artículos de un total de más de doscientos) , los partidarios del catalanismo soberanista se embarcaron abiertamente en la búsqueda de la independencia. El texto del Estatuto (el que salió de las Cortes, no ya el inicialmente aprobado por el Parlamento catalán) era a todas luces inconstitucional, por cuanto pretendía una reforma constitucional de calado mediante el subterfugio de llevarla de matute en el texto estatutario, obviando el procedimiento reglado de reforma de la misma contemplado en el propio texto. El Tribunal Constitucional no hizo sino lo que debía hacer: interpretarlo a la luz del texto constitucional para que fuera adecuado al mismo. Y hay que recordar que la actuación del Constitucional también formaba parte de eso que se ha dado en llamar el “pacto del 78”.
Desde ese mismo momento, como decía, las autoridades de la Generalidad se han colocado fuera de la Constitución y de las leyes, tanto del Estado como del propio Estatuto catalán; se han apoderado de las instituciones públicas catalanas, que tienen su legitimidad en el ordenamiento político constitucional vigente, y han convocado un referéndum ilegal, con la pretendida legalidad de una ley de referéndum, suspendida de inmediato por el Tribunal constitucional así como la convocatoria misma de la consulta, y aprobando de manera irregular y fraudulenta una ley de transitoriedad y fundacional de la República, que también ha sido suspendida por el tribunal, sobre la que pretenden construir la República independiente de Cataluña. Es decir han terminado dando “un golpe de estado institucional” contra el Estado español.
¿Qué es lo que va a pasar a partir de este momento? Es impredecible. Pero, si finalmente se efectúa la proclamación unilateral de independencia (la D.U.I), el Estado no tiene otra alternativa que evitarla. Cuenta para ello con un amplio abanico de disposiciones de las que echar mano: desde la propia Constitución (artículos 155 y 116 de la CE) hasta la ley de Seguridad Nacional y el Código Penal. De ahí que el Gobierno haya pedido por carta al Presidente catalán su pronunciamiento claro acerca de si proclamó o no la independencia en el famoso pleno del Parlamento del pasado día 3 de octubre, que fue un auténtico ejercicio de funambulismo político. Correspondencia que pudiera interpretarse como el inicio de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, pero no necesariamente, ni como única posibilidad. Se trata de un emplazamiento polivalente que podría servir para la articulación de cualquiera de los mecanismos legales disponibles en el ordenamiento jurídico.
La Generalidad tiene ahora hasta el jueves día 19 de octubre para aclarar su posición y volver o no a la legalidad constitucional y estatuaria. Según sea su respuesta así será la actuación del Gobierno. Pero, en cualquier caso, la aplicación del derecho no obvia ni sustituye ni resuelve en toda su integridad la crisis política subyacente. La solución no puede venir sino de la combinación inteligente de las medidas legales (fuera del estado de derecho es imposible solucionar el conflicto) y de la política. Y la política es esencialmente dialogo. El dialogo como instrumento de la política, pero la política como arte de lo posible, de lo posible en marco del ordenamiento constitucional, dono caben todas las soluciones políticas posibles, siempre que obtengan el respaldo democrático suficiente y determinante.