Roberto Cataldi[1]
La regresividad significa ir para atrás, volver a un pasado ya superado, en fin, retroceder en aquellos logros alcanzados. Y en materia social, no se puede omitir que el Estado tiene la obligación de avanzar positivamente en la cobertura de las prestaciones que conforman los derechos sociales, por eso se habla de progresividad y se rechazan las medidas regresivas.
Pues bien, esta regresividad que empeora aquellos derechos que pretenden asegurar el bienestar de la población, hoy constituye una tendencia en aumento en casi todas partes, al extremo que cotidianamente aparecen denuncias por la regresividad en los Derechos Humanos, cuyos valores fundamentales son la libertad, la paz, la igualdad, el progreso social, la dignidad humana…
En efecto, el Estado tiene el «imperativo categórico» (además del deber legal) de instrumentar por todos los medios el progreso gradual de los derechos que son básicos para los seres humanos.
Está claro que actualmente los Derechos Humanos, la Bioética, e incluso la ayuda humanitaria, no se salvan de ser alcanzados por el lado oscuro de la retórica o de las manipulaciones políticas que engañan a los ciudadanos persiguiendo un beneficio personal. No es casual que en ciertos sectores de la sociedad, sobre todo los que gozan de un sólido poder económico y ciertos privilegios, hayan prendido con fuerza las ideas y la lógica del «egoísmo ético».
Zygmunt Bauman sostenía que el Siglo veinte comenzó con una utopía futurista y concluyó con una epidemia de nostalgia. Es cierto, y de la negación de las utopías surgieron las retrotopías (mundos ideales en un pasado perdido), que hoy invocan con fervor tantos líderes políticos a la caza de votos.
Toda época crítica repercute en la moral, originando una crisis moral o una moral de época. Muchos hábitos, valores y paradigmas han caído dando paso a nuevas formas de vida. La insatisfacción, la ira, el enojo, las manifestaciones masivas de rebeldía, responden en gran medida al hartazgo de la gente, lo que ha terminado por horadar el tejido social.
Recordemos que a fines del 2019 comenzó a hablarse de un virus extraño que producía neumonías severas, sin advertir la amenaza que conmocionaría al mundo, pues a comienzos de 2020 ya estaba a las puertas el azote de una pandemia que la ciencia desde hacía mucho venía alertando, pero los centros de poder, que jamás priorizaron la salud, ignoraron la alerta olímpicamente. La prueba palmaria es el desconcierto mundial que se produjo y la demostración de que no se estaba preparado para hacer frente a tamaña contingencia.
Hoy vivimos en un planeta que tiene múltiples amenazas, desde el cambio climático y la contaminación ambiental, pasando por las calamidades sociales y la intimidación de la guerra nuclear, hasta las infaustas consecuencias promovidas por las dirigencias políticas, económicas y religiosas.
Donald Trump, que en unos días asumirá la presidencia de la principal potencia económica y militar, no escatima proferir amenazas a diestra y siniestra (primero amenaza y luego negocia), y más allá de su combate a la inmigración ilegal, que según él sería la principal causa de los problemas que tiene su país, ya dijo que exigiría, llegado el caso, la devolución del Canal de Panamá, y hasta sugirió que Canadá se convierta en un estado de los Estados Unidos y que Washington compre Groenlandia (la isla más grande del planeta, colonia de Dinamarca que busca su independencia), entre otros disparates de su propia cosecha, y que lógicamente asustan al mundo civilizado.
Como todo demagogo populista distrae permanentemente a la opinión pública y elude resolver los graves problemas estadounidenses (salud pública, inseguridad, portación de armas, crimen organizado, crisis climática, racismo, xenofobia, desigualdad social). A través de las redes sociales sus dislates son amplificados por una militancia de fanáticos que abonan la desinformación cuando no el caos informativo. Para peor, Trump es fuente de inspiración de políticos y dirigentes que adolecen de sensibilidad social, que niegan los derechos de las minorías, y que en sus corazones palpita el filofascismo.
En fin, más allá de las embestidas que están sufriendo las democracias, desde afuera y desde adentro, el número de países con régimen democrático se mantiene desde que comenzó el nuevo siglo, albergando a la mitad de la población mundial.
Con la reciente muerte del centenario Jimmy Carter, desaparece el último expresidente estadounidense que reveló una genuina vocación por defender los Derechos Humanos en todas partes y solucionar los conflictos internacionales. Hijo de una enfermera y un agricultor, llevo una vida austera, y desde la Casa Blanca apoyó la lucha contra el cambio climático, consideró en los hechos a las minorías, y hasta quiso eliminar la pobreza de África.
El Premio Nobel de la Paz le fue concedido con justicia, pero fue un político incómodo para propios y ajenos. No jugaba al golf ni participaba del selecto Club de los expresidentes y, hasta último momento permaneció fiel a su credo cristiano evangélico.
Lo tildaron de «tibio», falto de autoridad, de no resolver la crisis económica, y los votantes le negaron un segundo mandato, eligiendo en su lugar al republicano Ronald Reagan, impulsor del neoliberalismo… Hoy retorna a la Casa Blanca por el voto popular Donald Trump, un admirador confeso de Reagan.
Bertolt Brecht sostenía que en tiempos de confusión organizada y de humanidad deshumanizada, lo habitual no debe aceptarse como natural, y pensaba que nada es imposible de cambiar.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)