Roberto Cataldi¹
El ciudadano de a pie a menudo se siente interpelado por la realidad, nota que la situación de nuestro tiempo le exige una «toma de posición» ante lo que acontece en su aldea, que de alguna manera refleja lo que sucede en el mundo. Tiene la impresión de que el medio aguarda que se defina, que asuma una actitud, más allá de si tiene o no opinión formada sobre el asunto, y esto nada tiene que ver con la «toma de posesión» en una sociedad donde todos aspiran a ser señores o dueños no solo de cosas materiales, según reflexiones de un amigo.
El mundo ya no parece hablar por los intelectuales, más bien lo hace por los artistas, los cineastas, los futbolistas, los expertos en cosas disímiles, y los influencers (opinadores que en las redes sociales tienen legiones de seguidores). Salvo contadas excepciones, la intelectualidad, la genuina intelectualidad, como la que en su tiempo encarnaron Zola, Anatole France, Simone Weil, Sartre o Camus, parece haberse esfumado, o tal vez permanece en silencio, si bien es cierto que parafraseando a Ovidio el silencio puede llegar a expresar más que las palabras.
El intelectual, desde mi punto de vista, es mucho más abarcativo que el modelo clásico y tradicional. En efecto, la denuncia social también se puede transmitir por otros medios y en otros formatos, como ser la pintura, el teatro, la poesía, la música, entre otras representaciones culturales. Goya nos dejó sus denuncias en el lienzo, Bertolt Brecht procuró descifrar la realidad social de su época a través del teatro, y Charles Chaplin mediante el cine mudo y con la sátira fue demoledor, pues, acusó a las dictaduras, la modernidad, el capitalismo y la Revolución Industrial.
El poeta Federico García Lorca habría sido ajusticiado no solo por ser homosexual, ya que su influencia social incomodaba: «En este momento dramático del mundo el artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan azucenas». Enrique Santos Discépolo con su tango «Cambalache» fue capaz de describir la corrupción argentina de la década de los años treinta, prohibido por todas las dictaduras militares que se enervaban ante su letra, pero lo triste es que aquella realidad hoy continúa vigente.
No coincido con ciertas generalizaciones, como ser cuando Charles Bukowski dijo: «Un intelectual es el que dice una cosa simple de un modo complicado; un artista es el que dice una cosa complicada de un modo simple». Creo que el comentario es injusto, más allá que puede caberle a algún intelectual cortesano.
Hoy muchos salen del clóset, para usar una metáfora psicoanalítica, que fue una expresión propia de los años sesenta, y revelan en público su verdadera orientación sexual que mantenían en secreto, lo hacen sin tapujos, como un acto de autorreafirmación, y están en todo su derecho. Pero mi intención es referirme a los que reprimen sus ideas por temor a ser «políticamente incorrectos», en el sentido de transgredir las normas sociales, y ahora se rebelan, ya no quieren seguir viviendo según esas expectativas y deseos que no son los suyos, actitud que muchas veces permite poner sobre el tapete conflictos no resueltos u opiniones polémicas que afectan la imagen pública.
La actual invasión de Rusia a Ucrania ha incomodado a ciertos gobiernos y defensores sui generis de los derechos humanos, pero también a no pocos intelectuales que han preferido callar o mirar hacia otro lado. Olvidan que el imperativo moral (en lenguaje kantiano) de todo intelectual es abordar con lucidez los principales problemas y dilemas del presente para descorrer los velos y que la población conozca la verdad, ya que el poder la conoce e intenta ocultarla. Considero que la marca de fuego del intelectual es su compromiso con la ética, y la piedra de toque, cuando debe defender una causa contraria a su ideología o a sus preferencias. El dar a conocer un punto de vista propio, tomar una posición contraria a las mayorías, revela honestidad intelectual, más allá que se considere una incorrección política.
Quienes pertenecemos a la generación de los años setenta conocemos muy bien el pensamiento utópico, ya que los jóvenes de entonces creíamos que era posible cambiar el mundo, convertirlo en un lugar seguro cuya convivencia fuese mucho mejor, pues, nos seducía la idea de la justicia social, nos oponíamos a que hubiesen clases sociales, y deseábamos que todos tuviesen la oportunidad de progresar y de vivir dignamente. El sueño de la revolución sobrevolaba las cabezas juveniles en consonancia con el derrocamiento de las dictaduras y la liberación de los pueblos. La toma de posición de mi generación era anticolonialista, antiimperialista, pero de manera pacífica, y la violencia anidaba en un sector minoritario, no representativo, aunque hoy pretendan vendernos una historia apócrifa. Algunos de los líderes que empuñando las armas hicieron la revolución, hoy son gerentes del sistema que combatían, y esas sociedades solo cambiaron de amo.
Byung-Chul Han, al igual que otros pensadores, sostiene que la pandemia no ha cambiado las cosas sino que solo ha hecho visible las inequidades sociales, como por qué unos enferman más que otros, y algunos mueren sin atención adecuada u otros todavía no fueron vacunados. Han dice que tenemos la ilusión de la libertad y a su vez del poder, pero estamos más cansados y somos cada vez más esclavos.
Hoy en el mundo existen varios escenarios de guerra, de hambrunas, de persecuciones políticas y todo tipo de abusos que producen sufrimiento humano, sin embargo la atención que se dispensa a estos males resulta totalmente arbitraria, reñido con el sentido común.
En efecto, la opinión pública mundial al igual que muchos medios ignora varios de estos escenarios pero en cambio está pendiente de trivialidades. Afganistán, por citar un ejemplo, hace unos meses estaba en el centro de atención mundial y hoy no lo está, a pesar de que su problemática humanitaria se agravó, al extremo que según informaciones serias el 95 por ciento de la población no comería lo suficiente y nueve millones estarían amenazados de padecer hambruna. Para ciertos medios la catástrofe humanitaria de Afganistán dejó de ser noticia y le retiró la cobertura informativa, no así el cachetazo de Will Smith en la gala hollywoodense de los Oscar, sucedido hace más de dos semanas, donde la cobertura de los dimes y diretes no guarda proporción alguna con el hecho. En fin, es evidente que para algunos lo importante es lo intrascendente.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)