Acabo de terminar otra de esas lecturas recomendables sobre la Transición que deben merecer la atención de aquellos que juzguen de modo crítico ese periodo tan ensalzado de nuestra historia. Se trata de la edición corregida y revisada de «El precio de la Transición», de Gregorio Morán, sobre la que a finales de 1991 apareció por primera vez, tan bien recibida por los lectores como silenciada por los medios, cuando no vituperada.
Algunos energúmenos capitalinos –según califica Morán a dos periodistas de sendos diarios madrileños- apuntaron la idea de que el autor debería ser expulsado de España. Dicho queda para que no nos extrañemos ahora de que dos titiriteros hayan pasado cinco días en la cárcel.
Uno de los capítulos que más me ha interesado del libro de Morán es el que se refiere a la constitución de un reino de desmemoriados. Subraya el periodista asturiano que desde los primeros días de diciembre de 1975 se inicia un proceso de desmemorización colectiva. Apelar a la memoria histórica, ante la carencia de un colectivo memorizador, podía considerarse una muestra de ambiciones desestabilizadoras o sociales, sumamente peligrosas para el precario equilibrio de una democracia frágil. Asumir el pasado, de un modo crítico o autocrítico, destrozaba las presuntas ambiciones del conjunto de fuerzas que desde la derecha a la izquierda estaban convocadas para asegurarse el futuro.
“Cancelar los pasados –escribe Gregorio Morán- fue instrumentalizado en función de una pretendida reconciliación de los españoles. Había que dar por superada la división nacida en torno a la Guerra Civil y alimentada en la atroz posguerra. Una prueba de que no estaba superada, sino latente, cuando se exigía a una parte –los perdedores- el olvido, como condición para participar en el nuevo juego político social y cultural, elaborado durante décadas por los vencedores. Se ampliaba el ámbito, pero se conservaba la hegemonía de quienes habían vencido”.
El último párrafo de ese capítulo resume el punto de vista del autor sobre esa constitución de un reino de desmemoriados, valiéndose de una frase de Milan Kundera: La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido. Para Morán, el proceso de ocultamiento y liquidación del pasado durante la Transición no afectó solo a la clase política, sino que fue mucho más concienzudo y profundo. Se trató de eliminar todo vestigio de memoria histórica que sirviera para echar luz sobre el agujero negro que representó la dictadura. “La complicidad social en esta operación implicó a todos. La primera igualdad que instauró la transición a la democracia en España fue la de que todos somos iguales ante el pasado. Una garantía para mantener la desigualdad en el futuro”.
Para terminar, no me resisto a reseñar lo que Morán apunta en el prólogo de esta edición de Akal, libre de algunas de las censuras o corrección de matices impuestas en la primera, y que sin duda tiene su significación ante el desfondamiento de la vigas de la democracia que ha supuesto en los últimos años la llamada burbuja inmobiliaria. Dice el periodista ovetense que el cemento que creó, enganchó y pegó lazos inimaginables en la Transición fue el de los negocios, no la Constitución. Y añade: «Eso que dadas las características de los partidos políticos y de los empresarios autóctonos acabó en el insalvable pozo de la corrupción. Eso que podríamos denominar “la cuota del éxito”.