El 1 de diciembre de 1934 el asesinato en Leningrado de Sergéi Kirov, un prominente aunque poco conocido funcionario del Partido, provocó en la Nomenklatura una corriente de pánico que vino a interrumpir el camino de éxitos económicos y políticos puesto en práctica en la antigua Rusia de los zares por Lenin, que iba a evolucionar hacia un modelo ejemplar, internacionalmente exportable, y a mantener una trayectoria imparable hacia el progreso y la justicia social.
«La casa eterna» (Acantilado), un libro del historiador estadounidense de origen ruso Yuri Slezkine analiza el nacimiento, evolución y muerte del régimen bolchevique en uno de los ensayos más extensos y objetivos publicados recientemente (más de 1600 páginas y un poderoso aparato de citas, fotos y bibliografía). Para Slezkine, el reino del terror desatado por Stalin como reacción al atentado acabó destruyendo el estado construido por Lenin.
Slezkine cuenta la historia del bolchevismo utilizando como símbolo la Casa del Gobierno, un gigantesco edificio construido para albergar a los altos funcionarios del régimen de los soviets, que acogió en sus apartamentos a muchos dirigentes del Partido y del Gobierno y a sus familias, la mayor parte de los cuales, incluidos padres, esposas e hijos, terminaron siendo víctimas de las purgas del estalinismo: fusilados, torturados, encarcelados en prisiones y campos de trabajo, exiliados o arrastrados al suicidio. Fueron los chivos expiatorios de la crisis de un régimen totalitario sostenido por la represión y el terror.
Formados en el exilio, la cárcel y el confinamiento, los impulsores de la revolución bolchevique constituían un grupo que actuaba como una secta milenarista (Slezkine la compara con el cristianismo) cuya religión era el marxismo y cuyos intelectuales actuaban como legitimadores y profetas de un mundo nuevo para quienes la raíz de todos los males eran la propiedad privada y el dinero, la familia burguesa y la religión como ilusoria felicidad del pueblo.
Como la mayoría de las sectas milenaristas, querían transformar una sociedad compleja y desigual organizada en torno a la propiedad y la procreación en una sociedad sencilla y fraternal con creencias compartidas. Para conseguirlo había que ir más allá de interpretar el mundo. Era necesario cambiarlo a través de la revolución.
El mundo de la cultura acogió con grandes esperanzas la llegada del comunismo. Los artistas del futurismo y el constructivismo, el dramaturgo Fiódor N. Kaverin, el poeta Maiakovski, los escritores Andrei Platónov, Isaak Bábel, Aleksandr Serafimovich, Leonid Leónov, Nikolái Ostrovski… crearon obras literarias, ditirámbicas apologías de la colectivización, que pretendían servir de vías ejemplares para el comportamiento de la nueva sociedad.
Iván Gronski definió el realismo socialista como «Rembrandt, Rubens y Repin al servicio de la clase obrera». La arquitectura soviética aplicada a las nuevas construcciones tenía que ser una reinterpretación de la cultura de la Antigüedad a través de un «renacimiento proletario».
La muerte de Lenin, cuyo cadáver fue momificado para inmortalizar su figura y su legado, y el nombramiento de Stalin como su sucesor frustraron las expectativas de muchos dirigentes y comenzó a instalar en la sociedad una actitud decepcionada por la deriva de la revolución soviética, agravada por el estado policial, la burocratización y los privilegios de los miembros del Partido.
La sacralización de Stalin y el miedo a formar parte de los caídos en desgracia, que cada día engrosaban las listas de condenados sin causas aparentes de culpabilidad, creó un estado de terror que llegó a afectar a las instancias más altas del poder. Zinóviev y Kámenev, los colaboradores más íntimos de Lenin, fueron de los primeros en caer.
Cientos de miles de héroes de la lucha revolucionaria, protagonistas de la puesta en marcha del bolchevismo y responsables de la aplicación de las medidas y de la doctrina, como Aleksandr Voronski, Andrei Platónov, Bujarin, Yagoda, Osinski, Koltsov (autor de «Diario de la guerra de España»)… fueron cayendo uno tras otro, acusados de saboteadores, apóstatas trostkistas, traidores, terroristas, agentes del fascismo o espías de las potencias imperialistas enemigas, sometidos a purgas y a humillantes confesiones públicas de inculpación arrancadas tras largas sesiones de tortura que Slezkine compara aquí con los métodos de las cazas de brujas y los castigos de la Inquisición.
No era raro que quienes elaboraban las listas de detenidos, los interrogadores y los torturadores, los chivatos y los delatores, fueran a su vez encarcelados y ejecutados (a veces al día siguiente de un «trabajo») acusados de los mismos crímenes que habían combatido.
Uno de los acusadores más prominentes, el jefe de la temida policía NKVD Guénrij Yagoda, se convirtió en acusado cuatro días después de uno de sus mejores y más elogiados servicios. Gueorgui Piatakov se ofreció a demostrar su inocencia ejecutando personalmente a terroristas condenados, entre ellos su propia esposa. G.S. Liushkov, quien consiguió huir a Japón, dijo: «Puedo afirmar con absoluta seguridad que ninguna de estas conspiraciones existió jamás y que todas fueron deliberadamente fabricadas».
La fiebre de los perseguidores de disidentes y enemigos del régimen llegaba a tal grado de paranoia que se interpretaban como material contrarrevolucionario las etiquetas de las latas de conservas, los colores utilizados en periódicos y publicaciones oficiales y los contornos y claroscuros de los cuadros de algunos artistas.
En noviembre de 1938, sin ninguna explicación, se interrumpieron las detenciones y ejecuciones, se disolvieron las troikas y las ejecuciones se volvieron esporádicas y selectivas. La Guerra Mundial colaboró a orientar las prioridades hacia otros objetivos.
Stalin murió el 5 de marzo de 1953. Tres años más tarde, el Congreso del Partido Comunista de la URSS, bajo la dirección de Nikita Jruschov denunció los crímenes de la era de Stalin e inició un proceso de desestalinización que abrió los ojos a una sociedad que desde entonces ya no estuvo tan dispuesta a tragar las ruedas de molino con las que sus dirigentes pretendían hacerles comulgar. La lenta decadencia del régimen no se detuvo hasta que Gorvachov decidió liquidar la URSS para salvar lo que quedaba de Rusia.
La lección final de este libro la resume Yuri Slezkine en un lúcido corolario: «Las revoluciones no devoran a sus hijos; las revoluciones, como todos los experimentos milenaristas, son devoradas por los hijos de los revolucionarios».
Anticomunismo de ficción
El anticomunismo cuenta con una numerosa producción ensayística, sobre todo tras las invasiones de Hungría y Polonia en 1956 y 1968 y la publicación de «Archipiélago Gulag» del Nobel Alexander Solzyenitsin en 1973. Pero escasea la literatura de calidad más allá de algunos escritores soviéticos represaliados, como Vasili Grossman o Boris Pasternak.
Se publica ahora «Cruces rojas» (Alianza), una novela del escritor bielorruso Sasha Filipenko (Minsk, 1984) que es una denuncia sobre los campos de trabajo de la Unión Soviética, los gulag de los que hablaba Solzyenitsin.
La protagonista es Tatiana Alekséievna, una pintora rusa de 91 años afectada de alzhéimer que, antes de que su memoria se apague totalmente, quiere dar testimonio de la vida en uno de esos campos de trabajo en donde estuvo recluida durante diez años sólo por ser la esposa de un prisionero de guerra, un «enemigo del pueblo», como se les llamaba a los críticos del estalinismo.
La mujer piensa que Dios quiere castigarla a perder su memoria porque cuando muera tiene la intención de enfrentarse al Supremo y reprocharle que permita los horrores y las injusticias: «En mi mente, tuve que inventarme a un Dios al que pudiera acudir algún día para pedirle explicaciones… sentía que en algún lugar en lo alto debía haber un Dios que alentara ese mal… sólo ese Creador podía justificar esas monstruosidades».
Horrores como los que vivió en el gulag, con penosos interrogatorios, torturas, violaciones y trabajos forzados. La novela se desarrolla en largos diálogos con el narrador, a quien acaba de conocer al instalarse como nuevo vecino en el bloque de apartamentos en el que vive la anciana en la ciudad de Minsk. Es él quien tras la muerte de Tatiana descubrirá la verdad de un episodio que atormentó a la anciana durante toda su vida.
Son loables la idea y la intención de la novela, centradas en la denuncia del gulag, pero falla el planteamiento literario y el desarrollo de la historia, unas veces por anteponer los presupuestos ideológicos del autor a la verosimilitud de los hechos que se narran y otras por cierta falta de coherencia interna del relato.