Otro memorable viaje por territorio soviético fue a la República de Estonia, que invitó a periodistas extranjeros a inaugurar su festival anual de pintura, en el que miles de sus habitantes pintaban y el gobierno les pagaba el material y compraba sus mejores obras; que resultaban muy al estilo del «realismo socialista».
Los corresponsales desfilamos en Tallin, capital de Estonia ubicada en el golfo de Finlandia, ochenta kilómetros al sur de Helsinki, con el nombre de nuestros países escrito en una banda que nos cruzaba el pecho; como mises y misters de concurso.
Y aunque vestía la preciosa ropa mexicana bordada a mano que uso siempre, los decepcioné; la incultura de los funcionarios los llevó a esperar a alguien con plumas en la cabeza.
Nuestra caminata por la calle Pikk (larga), cerca de antiquísimos edificios y casas de comerciantes alemanes que un tiempo dominaron Estonia, no fue agradable.
La gente se mofaba al vernos pasar y cientos de personas reunidas en un parque, mostraron odio a los rusos y racismo.
Se burlaron de periodistas de países socialistas europeos, insultaron a los cubanos, algunos niños lloraron frente a los robustos camaradas del Congo, otros más osados querían acercarse y las mamás los jalaban gritando «te pueden comer».
Después del desfile, fuimos ver los cuadros que competían; se suponía que debíamos elegir y premiar a los mejores, pero estaba todo decidido de antemano.
Tras muchos discursos de los que no entendí ni jota, nos llevaron a un banquete oficial de comida desabrida y luego al hotel.
Al subir a nuestras habitaciones, el elevador se detuvo; tocamos el timbre de ayuda y una aburrida voz preguntó en ruso, cuántos éramos y nuestros nombres, edades, nacionalidades y números de pasaporte y como no los recordamos, estuvimos atrapados minutos que se me hicieron eternos.
De ese tamaño era la burocracia.
Los siguientes dos días, quedamos libres para recorrer Tallin y alrededores.
Estonia, distante 860 kilómetros de Moscú, está integrada por una parte continental dividida en condados, 2222 islotes y varios lagos, siendo el mayor y principal fuente de agua potable el Ülemiste, con más de nueve kilómetros.
Estuvo habitada desde la prehistoria, hace trece mil años y como su punto más alto mide 64 metros, los investigadores dicen que durante la Edad de Hielo estuvo sobre un glacial bajo el nivel del mar y fue emergiendo en un proceso que continúa.
Su ubicación geográfica mantiene a Tallin, que además de capital es el principal puerto de Estonia, libre de hielo todo el año; por lo que históricamente ha sido muy codiciada.
Fue disputada por las órdenes religioso-militares germánicas y el Reino de Dinamarca, durante el periodo de las Cruzadas Bálticas a principios del siglo trece.
Con la Reforma Luterana, la influencia alemana se intensificó y en 1525 los estonios se convirtieron al luteranismo.
Es de entonces la veleta con la figura del guerrero «Viejo Tomás», colocada en la punta de la aguja del Ayuntamiento de Tallin, que es su símbolo.
Cuando los alemanes se fueron, tocó el turno al zar Iván el Terrible; que sitió Tallin durante veintinueve semanas en 1570 y 1571.
Cansada del acoso de alemanes, daneses y rusos, Estonia pidió la protección de Suecia que la respaldó 240 años, hasta que en la Gran Guerra del Norte de 1710 las tropas suecas, diezmadas por la peste, debieron capitular ante el Imperio ruso; que se la anexó.
Logró independizarse dos siglos después, el 24 de febrero de 1918, pero al día siguiente de que se fueron los rusos, llegó el Ejército Imperial Alemán que se retiró a los pocos meses, por el regreso del ruso.
Treinta años después, volvieron los alemanes y mataron miles de comunistas y judíos; la masacre cesó en agosto de 1940, porque a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y el Pacto Molotov-Ribbentrop, los soviéticos entraron a defenderla.
No pudieron detener a los alemanes más de un año y al retirarse, les dejaron el camino a Leningrado; cuyos habitantes resistieron dos años cuatro meses y diecinueve días, el sitio más infame que se recuerde.
La revancha llegó en 1944, cuando los nazis huyeron por los bombardeos soviéticos; lo que conmemora un monumento construido en Tallin en 1975, sobre la tumba de los alemanes que ahí murieron.
La Tallin que conocí era una linda ciudad medieval, casi toda adoquinada, con alrededor de 350.000 habitantes y llena de monumentos y callecitas con negocios donde vendían pasteles y mermeladas y bufandas, guantes, gorros, suéteres y calentadores de piernas, tejidos con primor y de tan buena lana que casi cuatro décadas después, sigo usando.
Supuse que tejer era actividad de hombres mayores, porque en comercios y sillas colocadas en plena calle vi a varios tejiendo con tres y cuatro agujas al mismo tiempo.
Visité el monumento al santo patrón San Víctor de Marsella, el edificio del Parlamento y los de antiguos gremios medievales, convertidos en museos.
Uno de los más importantes fue el de los artesanos, que sesionaban en el Salón Gremial de San Canuto; que tenía las esculturas negras de este santo y de Lutero.
Y el de la hermandad de los Cabezas Negras, que del siglo quince al diecisiete integraron comerciantes solteros y sobresalía por el relieve de su patrón, el santo africano Mauricio.
Había muchas iglesias centenarias, como la Catedral de San Alexander Nevski, San Nicolás del siglo trece, una ucraniana del quince, la de San Pedro y San Pablo y la de San Olaf, ambas del siglo dieciséis y ésta última famosa porque su torre de 159 metros fue la más alta del mundo hasta 1629, cuando un incendio la redujo a 123 metros.
Enamorado de Tallin, el zar de Rusia Pedro el Grande, construyó cerca del río Pirita su Palacio Kadriorg.
En ese río Pirita, fueron las regatas de los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980; que sirvieron para que las autoridades descontaminaran sus aguas, que recibían los residuos de la ciudad.
Ahí cerca está la torre de televisión construida para los Juegos y desde donde podía verse Finlandia.
Como regresé a México en enero de 1985, no me tocó La Revolución Cantada; actividad anual iniciada en Tallin en 1987 para, con canto, poesía y pintura, fortalecer la identidad nacional y el repudio a lo ruso.
Y que concluyó, con el reconocimiento de Gorbachov a la independencia de las repúblicas bálticas: Estonia, Letonia y Lituania, el 20 de agosto de 1991, cuatro meses antes de la disolución de la URSS.