Tratar de «imponer al capital de riesgo (venture capital) unas normas de responsabilidad social y medioambiental, gravar con impuestos plusvalías subyacentes (o encubiertas) y poner en marcha una legislación estricta para las criptomonedas», serían supuestamente los proyectos de Kamala Harris que habrían impulsado a los plutócratas digitales estadounidenses a cambiar el paso y optar públicamente por apoyar a Donald Trump.
Así lo resume en el diario Le Monde el sociólogo Olivier Alexandre, director adjunto de análisis del mundo digital en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS, según sus siglas en francés). Alexandre llega a esta conclusión tras observar las tensiones que hubo durante el mandato de Joe Biden con los jefes del mundo digital estadounidense.
Pero Alexandre piensa que en ese cambio –un vuelco de enorme impacto político– no hubo convicción, únicamente la voluntad de «impedir la elección de la candidata demócrata».
En todo caso, ese giro de los plutócratas sigue al propio de Elon Musk, que en el pasado –un pasado ya oscurecido– decía simpatizar con los demócratas. Musk ha sido el puente por el que han transitado los demás. Algunos lo han hecho tras ser humillados y eso no lo olvidarán fácilmente.
Lo mismo está sucediendo con jerarcas militares, con los jueces o en los servicios de información.
Como prueba de eso, las órdenes de determinadas jefaturas a sus subordinados para que no aceptaran sin más las consignas de Elon Musk, quien se arriesga a recoger lo que está sembrando.
En 2016, tipos como David Sacks (halcón financiero de los fondos de inversión, sudafricano de origen como Musk), empezaron a darle la vuelta a sus proclamas anteriores y empezaron a favorecer el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca.
Los nombres de Marc Andreesen y Ben Horowitz, los gemelos Tyler Wiklevoss y Cameron Wiklevoss, que aparecían como personajes en la película The Social Network (2010, sobre Mark Zuckerberg y la fundación de Facebook) han cruzado ya ese puente de plata hacia el autoritarismo ultraliberal (no estaban lejos). Los hermanos Wiklevoss son los fundadores de Gemini Trust (criptomoneda). En ese universo político, se situó también Peter Thiel, creador de PayPal.
La diferencia con los pretéritos megadonantes como John Rockefeller o J.P. Morgan, con los tiempos en los que hipermillonarios como William R. Hearst impulsaban la guerra de Cuba (finales del siglo XIX) o personajes como el rey de los casinos Sheldon Adelson quien financió al republicano (pretumpista ideológico) Newt Gingrich, como candidato presidencial, es que entonces aquellos multimillonarios quizá no impulsaban (tan universal y sistemáticamente como hoy) a los líderes y movimientos reaccionarios de todo el planeta.
Se implicaban en los momentos decisivos de la política, compraban periódicos y medios, pero no contaban con la extensión, las capacidades y la multiplicación de la propaganda que acumulan las redes sociales, que llegan a todos, de manera global e individualmente a la vez.
La alarma actual surge porque –por ejemplo– Adelson siempre exigió a los candidatos que apoyaba que permitieran a Israel hacer de Jerusalén su capital, pero el tal Adelson no tenía posibilidades ni proyectos de ocupar la Luna y llegar Marte. Venía a Madrid, eso sí, para proponer su casino Eurovegas y sus negocios mientras cenaba con Esperanza Aguirre.
Eso queda cerca de las criptomonedas aunque lejos de los Elon Musk, candidato a vivir en Marte mientras regala camisetas a los niños pobres con la efigie de Trump y decide si sus satélites optan por uno u otro ejército en la guerra de Ucrania.
Larry Rosenthal, de la universidad californiana de Berkeley, que cree que no todo el mundo en Silicon Valley está de acuerdo con la tendencia Musk, sí piensa que los hipermillonarios que han apoyado a Trump son «guerreros políticos».
Pero quizá eso los expone públicamente más de lo que lo hacía el viejo Rockefeller.
La globalización que esos guerreros políticos impulsan quiere romper los intentos de regular derechos sociales como la vivienda, la vida privada, la sanidad, la negociación colectiva de las condiciones de trabajo, el transporte público o el acceso democrático a la información. Donde hablan de libertad de expresión quieren decir espiral de la propaganda y la desinformación general. Los dueños de Amazon, Facebook, X-Twitter, Uber, etcétera, parecen asumir que ha llegado la hora de impedir que las leyes y normativas oficiales los controlen mínimamente. En ese sentido, con todas las críticas que podamos hacer, la Unión Europea sigue siendo un obstáculo mayor para ellos.
Los satélites y la Inteligencia Artificial son ahora sus campos de batalla. Lo mismo que los proyectos mineros extractivistas a cualquier precio medioambiental, que están en consonancia con la industria de los coches de Musk, quien hace tiempo dijo que promovería un golpe de Estado contra quien se opusiera a una mina de litio.
Son ricos que preconizan una política de cinismo antiigualitario y antidemocrático. Defienden el autoritarismo con histeria y un cierto bla-bla-bla de la libertad de expresión, que ellos ignoran en su fuero interno.
En esa línea, atención al vicepresidente de Estados Unidos, James D. Vance, que es joven y no un político muy mayor como su jefe Trump. Éste, más pronto que tarde, vivirá su declive vital. Mientras, Vance viaja a la Unión Europea para dar lecciones de disolución del Estado social, de nacionalismo desquiciado y de ideología ultraconservadora.
Sin embargo, Olivier Alexandre advierte que no todo el mundo de Silicon Valley está bien dispuesto hacia Trump: «Entre 2016 y 2024, en San Francisco, el voto proTrump pasó del 9 al 16 por ciento. No llegó al 25% en los tres condados de Silicon Valley. Y las donaciones de los empleados de Netflix, Google o Apple favorecieron mayoritariamente a los demócratas».
Alexandre cree que siempre ha habido una corriente como la que representan los Thiel o los Musk en Silicon Valley, pero hasta ahora no ha sido mayoritaria. Todavía hay quien piensa que las minorías y las discriminaciones positivas (de las mujeres y las minorías raciales, por ejemplo) deberían permanecer ante el vendaval que quiere derribar los muros de la Administración pública.
En momentos precisos, ese vendaval violento puede chocar asimismo con un cierto tipo de base social de Trump (white trash), trabajadores castigados por los fenómenos de desindustrialización que han creído el discurso de que todo volverá a ser como antes si suben de altura los muros contra los inmigrantes.
El brutalismo económico y la política exterior desquiciada de los primeros meses de Trump también inquietan a amplios sectores –sobre todo urbanos– de la sociedad estadounidense.
Y hay miserias que ni siquiera las espirales de la propaganda, ni la IA, podrán reparar por muchas camisetas MAGA que repartan. En algún momento, algunos como Jeff Bezos o Zuckerberg, quienes estuvieron en la toma de posesión de Donald Trump quizá necesiten romper con los Elon Musk de turno. Porque preferirían no haberlo hecho, no haber estado en esa foto, quién sabe. De algún modo, puede que en otra ocasión se sientan más seguros buscando una cierta recomposición política con sus mismos equivalentes (Bill Gates) que optaron por Kamala Harris.
No hay que descartar las posibilidades de desarrollo de los enfrentamientos institucionales (con el poder judicial, por ejemplo). Puede servirnos de barómetro. De momento, los viejos cuentos de hadas de la globalización parecen debilitarse con sus discursos siempre estúpidamente liberadores. No todo es fresco en el pescado que nos venden los plutócratas digitales. Los choques internos pueden convertir a Elon Musk en un lastre o en el eslabón débil de una Administración desastrosa. ¿Es completamente descartable? Por lo menos, Musk es una especie de trol imprevisible. The Atlantic lo advierte y le llama The World’s Most Powerful Unelected Bureaucrat (El burócrata no elegido más poderoso del mundo).
Varios elementos de la presidencia Trump recuerdan las ideas y la trayectoria del presidente William McKinley (1897-1901). Acabó mal (murió asesinado) y es uno de los modelos de Trump. Era presidente durante la guerra impulsada por la prensa norteamericana (contra España) por Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Según Isaac Asimov, McKinley tuvo que buscar en un globo terráqueo el emplazamiento de las islas Filipinas porque no tenía ni idea de donde estaban. ¿Sabe Trump donde está Dinamarca?
En Norteamérica, una cierta ola antiTrump crece en los márgenes de la sociedad estadounidense –también en Canadá–, mientras que la histeria de Vance allí (y en sus visitas a Europa) apenas explica otra cosa que el origen de sus apoyos, sus intenciones actuales y su ideología amenazante.
Atentos a las demás corrientes de fondo de la sociedad estadounidense, que no se han evaporado de repente. Ni siquiera en Silicon Valley.