Estoy acabando de leer un libro en el que he descubierto algunas cosas que no sabía que sabía. Para eso sirve leer, escuchar, ver… Para aprender lo que podemos aprender de la vida de forma que sepamos interpretar esas instrucciones que nadie se molestó jamás en escribir, por más que las religiones de la imaginación de los dioses sobre nuestra imaginación de dioses y que la ciencia de los humanos engreídos hayan intentado a lo largo de los milenios simular una explicación de qué hacemos aquí, todos, qué debemos esperar, todos, una explicación de cuanto creemos creer que nos sucede mientras vivimos.
En ese libro, me ha parecido encontrar una explicación de qué es lo único que da sentido a todo cuanto ocurre en el mundo físico, en el espiritual, en el ámbito, en definitiva, en el que a la vida le da igual ser una ley no escrita, una ley sí escrita o un sueño admirable admirablemente adornado con el sonido de las esferas que gravitan ineludibles en eso que hemos aceptado creer que es el Universo.
No diré el nombre del libro, ni de su autor, no importa. Lo que importa es que al leerlo me ha surgido, brutal, sinceramente, una necesidad, la necesidad de escribir sobre el otro motor de la vida. Si el motor de la historia que les sirve a los historiadores para escribir lo que llamamos Historia es el cambio, el motor de la vida que sirve nada más y nada menos para que la vida sea lo que quiera que sea (y no lo que en realidad acaba siendo, tras el transcurso del tiempo, en el transcurso del tiempo, que es lo que estudia la Historia) es el amor.
El amor es el intento de perpetuar la vida que lleva a cabo lo que quiera que sea que lata en el inmenso espacio donde los humanos nos humanizamos. Se encuentra en cualquier lugar, a todas horas, constantemente, ubicuo, despojado de aristas, espinas, culpas, odios… Es puro entusiasmo por la vida, pero es también un sentido reconocimiento de que nada de cuanto existe en la realidad que somos capaces de reconocer es fruto del acto individual de nadie: absolutamente nada. El amor es, así, entre miles de otras cosas, una lección de economía. Aunque, bien es verdad, el amor primordial, el esencial, el que permite que la vida exista en sí misma, vacía, sin más que ella misma, es el deseo de cada unidad vital por ser eso, vida, por mantener con vida la vida. Hasta que descubre que, sin el amor, ella sola, esa fuerza vital primera, propulsora, nada puede hacer para lograr imponer ese deseo suyo sobre la parte del mundo donde la vida no existe.
Y que conste, no he dicho el título del libro que me ha inspirado este texto por una simple razón. En ese libro, lo importante, más que la vida, es la muerte.