No hay mejor escuela que la adversidad. Eso se dice. También es un buen punto de aprendizaje lo positivo, o debería serlo. El caso es que, en esta dualidad, sucedió la historia que les narro.
Nos vimos en uno de esos momentos en que te rodea el «caos», la sangre el dolor… un accidente. Bajamos de los coches, en ese instante en que todo se para, a intentar auxiliar. Nos fijamos en la situación, cogimos los móviles con el fin de avisar e intentamos desde la mesura y la prudencia ayudar. En mi caso prefiero siempre la palabra, pues, intentando contribuir, en el plano físico puedes hacer daño a alguien, sin querer, claro.
Sigo el relato. Tomaste un pañuelo de tela, de los que ya apenas llevamos, y empapaste las heridas, aparentemente superficiales de una mano de una de las personas siniestradas. Sonreías al tiempo que decías que todo pasaría pronto. Las ambulancias, según nos habían indicado, y así lo referíamos, estaban de camino.
Había gritos, zozobra y alguien inconsciente. Te miré de soslayo. Algo me llamó la atención: ¡estabas rezando! En los tiempos que corren compatibilizar acción y oración no suele ser lo más común, o puede que lo sea y que no reparemos en ello.
Me sobrecogió un sentimiento de inquietud y de paz a la vez, como la propia coyuntura a la que nos enfrentábamos. Todo giraba. La existencia nos había subrayado, una vez más, que somos seres frágiles, contingentes, prestos a irnos como hemos venido.
De pronto me fijé en ti, en la persona, en tu identidad. Te había visto antes como héroe audiovisual. Notaste que te había reconocido e hiciste un ademán de seguir en lo importante, con las víctimas. Así lo hice yo igualmente. Desde entonces te tengo en doble de estima.