Todos los recuerdos deberían ser inventados. ¿No lo son un poco ya? Creamos en nuestra memoria instantes sin un tiempo cronológico, sin un ámbito de geografías académicas, los creamos cada vez que vamos a ella, a la memoria, a por algo, normalmente a por lo que necesitamos tener cerca: una desgracia, un trauma fenomenal, una demostración de que fuimos amados y amamos, un reflejo del cariño que el mundo nos dio… Un destello de dicha o un disparo de dolor.
Vamos a ella, a la memoria, insisto, y la memoria nunca falla, jamás nos defrauda: o nos devuelve con rigor de pesadumbre lo que nos destrozó o nos ilumina el futuro con lo que tuvimos como un arrebato de felicidad inconcebible.
No sé por qué empiezo escribiendo eso de que todos los recuerdos deberían ser inventados si, en realidad, todos los recuerdos lo son: son una admirable obra de arte esculpida, cantada, compuesta, coloreada, escrita, dibujada, construida desde nuestra maravillosa capacidad para recordar lo que fuimos, lo que hicimos, donde estuvimos, lo que quisimos, lo que perdimos, lo que buscábamos, lo que olvidamos. Todo aquello que no tuvo lugar, pero ocurrió en un tiempo fuera de los movimientos de ningún reloj, de arena o de lágrimas.
Aquella tienda donde alquilábamos tebeos o discos, aquella mañana deslumbrante en un parque junto a quien tal vez ya no nos amara, aquel partido de fútbol cuando marcábamos goles bajo la luna a pleno sol, aquella habitación donde nuestra madre nos decía que éramos lo más bonito del mundo, aquella noche en cuyo interior escuchábamos historias de lobos y maquis, aquel día en el que mirabas dentro de una gorra de marinero la cinta en la que aparecía el nombre de su dueño…
Todos los recuerdos deberían ser ciertos, aunque en realidad no nos importe.
Quizás, cuando recordamos, lo que nuestra memoria intenta es decirnos que hubo unos días en los que el tiempo caminaba hacia adelante.