Aunque no es el único elemento que protagoniza sus casi quinientas páginas, el concepto de erotismo y su presencia en las civilizaciones de todas las épocas y territorios (con atención especial a las religiones) es el predominante en «En honor a Eros» (Turner), un ensayo para especialistas del arqueólogo mexicano Alberto Davidoff Misrachi.
El autor analiza los símbolos que han representado el erotismo a lo largo de la historia del arte de las civilizaciones antiguas a través sobre todo de las obras localizadas en sus enclaves sagrados. Una serie de coincidencias gráficas (triángulos unidos por el vértice, cruces, equis, esvásticas) se repiten en los jeroglíficos egipcios, las cerámicas cretenses, los diagramas tibetanos o las obras de los indígenas de Norteamérica, formando un mismo conjunto simbólico que ya desde el Neolítico aparece en Europa, América, China o el Indostán.
La tesis central de esta obra de Davidoff Misrachi es la existencia de una brecha entre la materia y el alma a través de la cual se inserta lo sensual. Eros es en todos los movimientos filosóficos y religiosos el nexo de unión entre cuerpo y alma. Platón lo consideraba intermediario entre el mundo de los hombres y el de los dioses. San Ambrosio y San Agustín utilizan el amor erótico de «El Cantar de los cantares» como alegoría del abrazo del hombre con Dios, que aprovecha el lenguaje sensual para describir el ascenso del alma. El budismo tibetano exige conocer el cuerpo como un mandala divino en la relación sexual. Foucault también considera que el erotismo y el cuerpo son experiencias vivas de la divinidad.
De Egipto al Renacimiento
En el antiguo Egipto el cauce del Nilo era la parte masculina de un ser que fluye hacia su parte femenina, el delta (su triángulo representa un pubis femenino), cuya cópula dio lugar al nacimiento del sol. El autor analiza las relaciones ilegítimas de Osiris con su hermana Neftis, que provocaron el descuartizamiento del dios, el extravío de sus atributos sexuales y la reconstrucción de aquel cuerpo a cargo de Isis (episodio presente en otras culturas como en el mito de Dionisos trozado por los titanes y posteriormente recompuesto, y también en el budismo).
En las representaciones eróticas de estas culturas es constante la presencia de la serpiente asociada a la potencia sexual, que se manifiesta en Egipto pero también en el relato griego en el que Maia procrea con Zeus a Hermes, cuyo bastón con serpientes aparece también en los diagramas taoístas y en el mango curvado de los obispos cristianos. El griego Hermes se representa con una vara por la que sube una serpiente, como la del egipcio Toth y la serpiente de bronce de Moisés que repta por una cruz que, según los exégetas, ya anunciaba la crucifixión de Jesús.
También en las tradiciones tántricas de la India, en el taoísmo y en el cristianismo es frecuente la presencia de una simbólica serpiente ascendente.
Se dedica un amplio capítulo a examinar los antiguos símbolos eróticos de la catedral de Notre-Dame, erigida sobre una iglesia dedicada a Saint-Denis que a su vez se asentaba sobre las ruinas de un templo de Isis. Tras la cruzada contra los cátaros una serie de reformas alteraron profundamente estos símbolos. En uno de los vitrales se representaba a San Pedro ligado a la piedra cúbica de la sexualidad, que simboliza la estabilidad de la energía sexual desligada de los vaivenes del deseo.
También el Partenón es para Davidoff una manifestación artística de la sacralización de la sensualidad a través de la figura de Atenea. Por su parte, las cariátides representan a los traidores de Caryae, que se unieron a los persas y fueron castigados cargando con un gran peso para la eternidad. Es manifiesta aquí la misoginia de quienes las idearon, pues los traidores habían sido todos hombres.
Otro de los capítulos está dedicado a las interpretaciones simbólicas erótico-sexuales de los tres paneles de «El jardín de las delicias» de El Bosco, que podrían haber formado parte de un altar de un grupo cristiano llamado los adamitas, al que pertenecía el pintor, que practicaban una sexualidad que, según ellos, era la de Adán en el paraíso.
La utilización de animales para simbolizar la potencia sexual es otra de las constantes en todas las civilizaciones. El toro es la representación más frecuente, pero también el mono (Frida Kahlo lo retoma como tal en sus pinturas), la cabra, el conejo, el león y el caballo: el trovador Guillermo IX de Aquitania describe en su poesía la pasión morosa utilizando la imagen de dos caballos. En el Renacimiento nacieron nuevos símbolos animales de la sexualidad, como el unicornio, un mito retomado de la Edad Media, para cuya caza se utilizaba como trampa a una joven virgen. Leonardo utilizó con frecuencia animales en obras como «La anunciación», «Leda y el cisne» y en numerosos dibujos y grabados cuyos significados se analizan en este libro.
Sin entrar en la simbología del arte contemporáneo, el autor critica la mercantilización del sexo a través de la pornografía. Asegura que nada tiene que ver con Eros porque la pornografía destruye la fantasía erótica. La mayor parte de la que se consume tiene escenas de violencia contra la mujer, con lo que, a través de sus imágenes, aquello que fue objeto del amor y objeto del deseo se convierte en receptáculo para el odio.