En la nave la temperatura es estable y cuando llegan noticias de las pavorosas olas de calor, que cada vez más a menudo se sufren en la Tierra por el calentamiento global, recuerdo aquellos veranos tan calurosos.
Casi todos los veranos dedicábamos unos días a visitar a sus padres que tenían una casita en un pueblo que un día dejó de ser de pescadores para convertirse en la segunda residencia de miles de personas que huían de la capital, la del Estado y la de su Comunidad.
Ese lugar estaba entre dos mares uno el mar abierto, el Mediterráneo y el otro casi cerrado, el Mar Menor, era un paraíso antes de que la especulación inmobiliaria llegara allí. Y era cierto, recuerdo algunas mañanas en las que madrugaba y me iba a pasear por la playa, antes de que llegara la invasión de las sombrillas. Si mirabas al frente y había neblina apenas se veía La Manga y sus horribles torres. Por momentos ese paraíso aún era posible presentirlo.
Ahora es un mar casi muerto. Sus vecinos se llevan las manos a la cabeza contemplado su ruina, a la que hemos contribuido todos, pero especialmente las autoridades que permitieron esa urbanización salvaje y consintieron los cultivos de regadío en una zona medio desértica, con sus aguas residuales que arrastraban a la laguna todos sus contaminantes, principalmente nitratos y fosfatos. Ojalá ese mar se pueda recuperar y ojalá quienes todavía queden puedan vivir en cierta armonía con la naturaleza.
Por esos motivos, y algunos otros, no nos gustaba mucho ir, pero algunos días de julio siempre los pasábamos por allí. Por las mañanas algún paseo, playa con todo el personal, o visitas a las playas del mar abierto, las de los Arenales. Luego comíamos en el patio, en el que a esas horas ya daba la sombra y una vez que habíamos recogido algunos hacían la siesta en la planta de abajo mientras veían la novela, y otros, nosotros, nos subíamos a la habitación a ver el Tour, que a veces ayudaba a sestear un poco.
Las siestas de verano son momentos peligrosos, si estás en compañía, sueles estar con poca ropa y a nada que corra un poco de brisa el calor del ambiente se traslada a los cuerpos, y estos pueden comenzar a moverse, acercándose hasta tocarse, llegando a ser peligroso, y divertido, ya saben.
Las tardes de los veranos tórridos siempre vuelven a mi mente cuado viajamos por el espacio hacia una estrella a una velocidad y temperatura constantes.