Ha vuelto a ocurrir. Otra mujer ha sido asesinada. El sospechoso, de nuevo su expareja. Ya ha sido detenido, tiene diecisiete años.
La víctima tenía apenas quince años. La edad en la que se empieza a amar no puede ser la de morir. Con quince años no se sabe nada, no ha habido tiempo aún de aprenderlo, apenas se han despertado de los sueños de la niñez, y tan sólo sé pueden saber tres frases hechas con palabras de amor.
Estas palabras se las he robado a Joan Manuel Serrat para recordar a Cloe, así se llama la víctima, me niego a llamarla en pasado.
Quisiera que permaneciera en nuestra memoria junto a las otras cuarenta y dos mujeres asesinadas en lo que va de año en España, quisiera que también permanecieran en nuestra memoria los nueve menores también asesinados por esas parejas despreciables, esa violencia de género que algunos pretenden ignorar.
Con los asesinatos, con la violencia física, con la violencia psíquica el machismo alcanza sus máximos niveles. Somos una sociedad machista.
Se preguntaba en otro día la periodista Rosa Montero sobre la incomprensible chaladura abusiva contra las mujeres que muestran tantos hombres, refiriéndose al caso Errejón. No es comparable con la violencia extrema, lo sé, pero qué nos pasa.
«¿Qué demonios nos pasa a los varones? ¿Qué parte de la intrincada maquinaria de nuestro cerebro o de nuestro corazón está averiada?» Se preguntaba ella y reformulo yo poniéndonos en la primera persona del plural.
Y me temo que mi querida Rosa tiene razón, entre nosotros, los hombres, por un lado están los maltratadores, los asesinos, y por otro estamos los demás, los que amamos a las mujeres, pero también, a veces, tenemos comportamientos inadecuados. Y algo tendremos que hacer al respecto.
No podemos excusarnos en la educación que hemos recibido, en la interminable herencia del patriarcado, en toda la historia de dominio del hombre sobre la mujer, no, no podemos eludir nuestra responsabilidad.
Creo que tendremos que empezar por reconocer que algo no va bien, que algo no estamos haciendo bien, ni cómo hombres ni como sociedad.
Debemos pensar, yo el primero, en nuestros comportamientos con ellas, nuestra actitud en el trabajo, en nuestras casas, en la calle. Tendremos que pensar si somos de los que ayudamos en casa, si somos de los que pensamos que la casa y las criaturas, el cuidado de padres y madres o personas enfermas son cosa de ellas, o somos de los que pensamos que las responsabilidades son compartidas y actuamos en consecuencia.
Tendremos que pensar si en el ámbito laboral nos creemos con más derecho a promocionar que ellas, sí respetamos su independencia, si valoramos sus méritos, si respetamos su forma de vestir, si respetamos su espacio personal.
Tendremos que pensar, si realmente pensamos, que si están en un bar, o donde sea, y están vestidas como a ellas les parezca bien, creamos que ya se las puede abordar sin contemplaciones para que puedan satisfacer nuestras necesidades, gustos o perversiones. Si pensamos eso malo, estamos en el mal camino. Las relaciones, siempre, deben abordarse desde el respeto mutuo. Desde el consentimiento.
Es muy posible que muchos de nosotros hayamos metido la pata en nuestras relaciones, que hayamos hecho cosas de las que nos arrepintamos, y hay cosas que, desgraciadamente, ya no podemos cambiar, pero sí que podemos cambiar nuestros comportamientos y actitudes, nuestra manera de mirar y actuar, sí podemos actuar desde el máximo respeto y seguro que tendremos, como muchos tenemos, unas relaciones de complicidad, unas relaciones en las que ellas se sentirán cómodas al caminar junto a nosotros.