Yo no soy una víctima de Billy el Niño. Un cuento de ahora mismo

Con los torturados por el sádico policía franquista Billy el Niño está ocurriendo lo mismo que con la Isla de White o el concierto de los Beatles en la plaza de Las Ventas: resulta que allí estuvo todo el mundo. Yo tuve la suerte de asistir a ambos acontecimientos musicales de los ’70, y puedo jurar que no. 

En las últimas semanas están apareciendo como setas otoñales candidatos (también otoñales) a los cinco minutos de gloria que puede proporcionar, en la distancia, haber sido una de las miles de víctimas del más celebre de los verdugos de la brigada político-social, que comenzaba enmascarada en los bancos y pasillos de las facultades universitarias, las grandes fábricas del milagro económico de los años sesenta y las reuniones clandestinas en las parroquias de los curas progres (compañeros de viaje de tanta desolación y tantos años de plomo) y terminaba en los despachos secretos y los calabozos, en la madrileña Puerta del Sol, de la Dirección General de Seguridad, ahora transformada en edificio institucional por la ignorancia de una democracia entre cuyos objetivos figura, desde hace cuarenta años, arrasar con cuanta más memoria histórica mejor.

Yo no puedo presumir como tantos otros que han pasado las últimas décadas intentando sacar tajada de donde la hubiera y ahora, con la orden de busca y captura de la juez argentina que va a intentar devolver la memoria a este pueblo educado para olvidar han recuperado la suya y recorren los platós de televisión y los estudios radiofónicos contando que Billy el Niño les puso una pistola en la sien o les pegó una tanda de hostias aplicándoles la más cruel de las vejaciones, la de hacerles perder la confianza en sí mismos tras haber sentido miedo, terror incluso de su cercanía, en el asiento de una lechera camino de aquel edificio siniestro donde podías desaparecer o caer por una ventana.

Yo no puedo ir a ningún pseudo ágora a contarlo, a mi no me torturó Billy El Niño. A mí me esperaban en el comedor familiar dos colegas un tanto toscos del Niño para meterme en un coche camuflado y llevarme, a las 2 de la madrugada cuando regresaba del periódico, hasta el calabozo número 13; a mí la hostia –solo una- me la dio un comisario gordo y con aspecto de querer mucho a sus nietos; a mí fue un juez fascista, que seguramente hacía el crucigrama del ABC, quien me condenó a un año de prisión menor y diez mil pesetas de multa (pesetas de 1973), y otro juez fascista quien cambió esa condena por dos años de libertad condicional y cien mil pesetas (también de 1973) de otra multa diferente –todo ello por “propaganda ilegal”-; a mí me pasearon en una furgoneta negra hasta los juzgados de las Salesas y de allí hasta la cárcel de Carabanchel (psiquiátrico le llamaban a una casita plantada en el patio del penal) donde, entre unas cosas y otras y mientras se arreglaba lo de la multa, pasó un mes que compartí, entre otras, con la actriz Julia Peña, la irlandesa sindicalista de Comisiones Obreras Pamela O’Malley, media docena de militantes pro chinas del FRAP que se negaban a aprender inglés porque es un idioma imperialista, una estudiante antimilitarista hija de un teniente coronel, unas cuantas prostitutas procedentes de una redada de burdeles, una enfermera gorda y antipática cogida con las manos en la masa practicando abortos en un piso de Atocha y la quinqui Pepita, que merece una novela para ella sola y el 1º de mayo nos hizo las camas a las “políticas” porque le dábamos mucha pena (y, con esta descripción, cumplo una promesa pendiente hecha hace exactamente cuarenta años).

A mí, la expulsión de la Universidad Complutense me llegó debidamente cumplimentada y en forma, firmada por el vicerrector Sergio Rábade Romeo y, que yo sepa, hasta la fecha no ha sido revocada (como nadie me ha devuelto el dinero de aquellas multas).

No, a mi no me tocó Billy el Niño ni tampoco a muchos otros militantes antifranquistas a los que otros policías de aquella misma brigada detuvieron, pegaron, maltrataron, torturaron, quemaron las plantas de los pies con cigarrillos, colgaron de un gancho del techo, ahogaron con la cabeza metida en un váter o una palangana… enviaron a Carabanchel convertidos en auténticas piltrafas, obligaron a salir por piernas del país y, en el peor de los casos, mataron.

Ni yo, ni ellos, tenemos hoy argumentos para andar contando nuestra vida debajo de un foco.

Mercedes Arancibia
Periodista, libertaria, atea y sentimental. Llevo más de medio siglo trabajando en prensa escrita, RNE y TVE; ahora en publicaciones digitales. He sido redactora, corresponsal, enviada especial, guionista, presentadora y hasta ahora, la única mujer que había dirigido un diario de ámbito nacional (Liberación). En lo que se está dando en llamar “los otros protagonistas de la transición” (que se materializará en un congreso en febrero de 2017), es un honor haber participado en el equipo de la revista B.I.C.I.C.L.E.T.A (Boletín informativo del colectivo internacionalista de comunicaciones libertarias y ecologistas de trabajadores anarcosindicalistas). Cenetista, Socia fundadora de la Unió de Periodistes del País Valencià, que presidí hasta 1984, y Socia Honoraria de Reporteros sin Fronteras.

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