Un silencio universal precede la interpretación sinfónica. La calma es tal que se escucha hasta el más sordo cambio de posición. Cientos de ojos recorren la elipse orquestal prediciendo el tono y contenido del discurso de cada uno de sus componentes, registran el nerviosismo de los dedos trémulos o la seguridad que brinda la maestría.
A un costado se halla una mujer herida con el instrumento entre las piernas aguardando una señal que le permita iniciar su pronunciamiento. Siente el peso de una parte de la sociedad a su espalda mientras el resto la observa inmutable.
El patriarcado toma sus mandatos de género cual batuta y androcéntricamente dirige el protagonismo de violines y clarinetes fuertes, agresivos, atrevidos. Arrogantes, ellos permiten ser acompañados por violas y cellos siempre y cuando ellas sean reforzadas siempre por los contrabajos que las escoltan.
Dicen que el primer beso no se olvida jamás. Sin embargo, yo creo que ese sublime portal abierto hacia la felicidad es borrado de la memoria por la lejía del desencanto. No importando si es el primero del primer amor o el primero del último, lo que sé es que estos besos de utilería siempre pasan a engrosar el recuerdo de lo que es más conveniente dejar pasar por alto hasta los sótanos de la historia.
Lo que no es conveniente es que la herida cicatrice tan bien que parezca himen intacto y la próxima vez que alguien penetre en mi vida femenina lo haga como si la virginidad fuera una maldición olímpica cuyo récord hubiese de ser roto por un nanosegundo imperecedero.
El cuento de “¡quién me diera diez años menos/quién te diera diez años más!” o “si pusieras tu lengua como una flecha roja/allí donde mi corazón polvoriento golpea” o “espejo de mi carne, sustento de mi alas” (versos prestados por Andrés Eloy Blanco, Pablo Neruda o Miguel Hernández de acuerdo a si el galán de turno es seguidor de la poesía venezolana, latina o europea- universales todas-) ya no me lo creo más.
La mujer herida grita pero nadie la escucha en medio del estruendo de normas y costumbres que redoblan. Se desespera ante el apuntillar estridente del triángulo padre-hermano-marido quienes cada uno es su tiempo y a su modo le recuerda que su canto debe sumirse al claustro.
No hay crueldad mayor que la de las voces femeninas: alegres castañuelas, amigas que bailan cogidas del brazo; amenas y agudas flautas madre-hermana-tía-maestra quienes ante cada queja encuentran argumentos de defensa del hombre a quien creen deberse. Me golpeó. Su razón tendría. Me forzó sexualmente. Complacerlo es tu obligación. Destruyó mis cosas. Son suyas, por algo se dice bienes patrimoniales. Me acosó. ¿Por qué le provocaste?
Son voces en tonos mayores y menores con algunos bemoles que han acompañado la rapsodia de la historia. Pero ya no más. La mujer herida se pone de pie, hace un lado atril y partitura y ofrece su propia interpretación del mundo. Y no hay quien detenga esta coda afinada que da fin al movimiento que venía clásicamente desigual.
Ciertamente la soledad es un cristal que a veces nubla y, otras, afina la mirada. Menos mal que como bien dice el poeta Carlos Angulo “siempre se podrá amar algo/ más allá de lo más amado”.
Autores:
- Palabra: Ileana Ruiz
- Ilustración: Xulio Formoso