Varios libros analizan las relaciones de los intelectuales con el poder a lo largo de la historia
Pocas veces ha sido tan oportuna la reflexión sobre las relaciones de los intelectuales con el poder como en el caso del nuevo libro de César Antonio Molina “La caza de los intelectuales. La cultura bajo sospecha” (Ed. Destino), al poco tiempo de abandonar el autor (poeta, escritor, gestor cultural) su cargo de ministro de cultura en circunstancias poco explicadas.
Sin embargo, pocas alusiones hay aquí a su experiencia en la actividad política, apenas una crítica al bajo nivel de la oratoria de los parlamentarios españoles (“la mayor parte de los mismos no saben hablar si no es con un papel delante”) y otra a la burocracia de las reuniones de los ministros de cultura de los gobiernos de los países de la Unión Europea.
“La caza de los intelectuales” es un recorrido por la historia de los intelectuales y de los hombres de la ciencia y la cultura que estuvieron relacionados con el poder político en algún momento de sus vidas. En todos los casos aquí recogidos se transmite una sensación de frustración, de impotencia, de desánimo, de desencanto… por parte de quienes se subieron al carro de la política porque pensaron en algún momento que podría ser un instrumento eficaz para llevar a cabo importantes cambios en la cultura de un país. Por eso es oportuno, para empezar, rescatar una cita que en este libro se repite en varias ocasiones: “¿Quienes son más patriotas, los que aman a la patria porque no les gusta o los que aman a la patria porque les gusta?”. A los intelectuales críticos con el poder casi nunca les gusta su patria pero la aman y por eso quieren que se corrijan sus defectos. Y para eso ejercen la crítica.
El intelectual como víctima del poder
Se cuentan aquí los casos de algunos intelectuales que pagaron con sus vidas la cercanía al poder o las críticas a los poderosos, como Cicerón, cuya muerte fue ordenada por Marco Antonio por haber alentado una rebelión encabezada por Bruto y Octavio, y por las críticas a la gestión del gobernante contenidas en las “Filípicas” (la cabeza y las manos de Cicerón fueron expuestas al público, colgadas cerca de la tribuna desde donde pronunciaba sus famosos discursos). Como Séneca, víctima de la crueldad de Nerón, de quien había sido preceptor. Como Miguel Servet, cuya enemistad con Calvino le condenó a la hoguera. Otros han padecido persecución y desprestigio.
César Antonio Molina estudia en profundidad el caso de Jovellanos, intelectual independiente y progresista, incapaz de traicionar sus principios, nombrado ministro de Gracia y Justicia en 1797 y víctima de una monarquía absolutista a la deriva, en manos de Godoy, “un rufián que se hacía llamar Príncipe de la Paz”. A Jovellanos lo acusaron de ateísta, de hereje, de enemigo de la Inquisición (lo era), que lo mantuvo siete años preso en el castillo de Bellver. Es un ejemplo de víctima política del fanatismo, la tiranía y la superstición. Las mismas causas que terminaron con la trayectoria de Campomanes, de Floridablanca, de Aranda, de Saavedra, de Malaspina o de Martínez de la Rosa, cuyas reformas liberales fracasaron siempre a pesar de ser muy moderadas. Blanco White, quien tuvo que abandonar España, sólo pudo desde el extranjero criticar la intolerancia, las persecuciones a intelectuales por motivos de opinión, la censura de libros, el retraso de las universidades, la escisión de España de la modernidad o la quema de bibliotecas por sentencia del confesor de un rey. El de Manuel Azaña es uno de los ejemplos más cercanos en nuestra historia de un intelectual maltratado por la política, a pesar de que pensaba que la política era la más alta manifestación de la cultura de un pueblo.
Contra los totalitarismos
Una gran parte de este libro se dedica a criticar la acción represiva de los totalitarismos del siglo XX contra los intelectuales. La Unión Soviética es el paradigma de la represión de la libertad de las ideas y de la actividad de los intelectuales y también de los artistas. El caso de Boris Pasternak, autor de “Doctor Zhivago”, obligado a rechazar el premio Nobel de literatura por las presiones ejercidas desde el poder, se presenta como ejemplo de cómo el mundo soviético acababa con los individuos que pretendían mantener la independencia y la libertad. Pero aquí también se traen los casos otras víctimas del estalinismo, como Anna Ajmátova, Mandelstham o Aleksandr Blok. El nacionalsocialismo, por su parte, tuvo también sus apoyos desde un sector de la intelectualidad (Knut Hamsum, Céline) a pesar de las verdaderas aberraciones contra la libertad, la dignidad y la vida de las personas. Los casos de Hélène Berr, Ana Frank, Simone Weil, Edith Stein o Etty Hillesum, víctimas del holocausto, los horrores de los campos de concentración narrados por Viktor Frankl, Tadeusz Borowski, Primo Levi o el Nobel Imre Kertész, deben mantenerse vivos en las conciencias de todos los ciudadanos de hoy para que no vuelvan a repetirse. Es lo que hace César Antonio Molina, quien trae hasta estas páginas el testimonio de Czeslaw Milósz, víctima de los dos totalitarismos. Milósz observó cómo frente al nazismo, el antisemitismo y la opresión fascista muchos opusieron el comunismo, sin darse cuenta de los males que traía consigo. Entre otros, nuevamente la falta de libertad. El hombre nuevo anunciado por el comunismo era un hombre sin conciencia crítica, sin libertad, en condiciones de vida paupérrimas y vigilado permanentemente.
A pesar de ser estos los pilares sobre los que se asienta el contenido de “La caza de los intelectuales”, César Antonio Molina se ocupa también de otros aspectos, como los enfrentamientos entre los apocalípticos y los integrados de la nueva cultura o la irrupción de las nuevas tecnologías en la creación y el consumo cultural, y advierte de los peligros de la sociedad de consumo en la educación de los jóvenes.
Intelectuales comprometidos
Todos estos intelectuales estaban de un modo u otro comprometidos con las ideas políticas que defendían y contra aquellas que se oponían a ellas. El compromiso del intelectual ha tenido siempre un sesgo ideológico relacionado con la política, desde los orígenes del intelectual moderno que todos los autores coinciden en situar en el caso Dreyfus, el militar francés de origen judío condenado injustamente por alta traición, una sentencia que apoyaron los sectores conservadores, el ejército y la iglesia franceses del siglo XIX, y combatieron los progresistas desde que el escritor Émile Zola publicara su famoso artículo “Yo acuso” en el periódico “L’Aurore”, en defensa de Dreyfus. Un compromiso, el político, que en la actualidad se ha desdibujado de manera alarmante y que ha venido siendo sustituido por otras formas de crítica desde sectores como el ecológico, el feminista o el altermundista. Un libro de reciente aparición, “Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica” (Fragmenta), del teólogo Juan José Tamayo, recoge las aportaciones críticas de intelectuales de los siglos XX y XXI contra todas las formas de abuso de poder, de explotación, de censura, de miseria… desde un sector poco considerado, como es el de aquellos hombres y mujeres que ejercen la crítica desde diversos presupuestos religiosos. Para una gran parte de estos intelectuales, los católicos, el Concilio Vaticano II fue la gran oportunidad perdida para que la iglesia tomase un rumbo definitivamente identificado con la sociedad contemporánea. Edward Schillebeeckx, Karl Rahner, Giulio Girardi o José Gómez Caffarena manifestaron su desencanto y su decepción y denunciaron la traición al espíritu de este concilio. Para otros, cuya obra se analiza en estas páginas, el camino a seguir se identifica con una concepción de la religión próxima a las luchas contra la explotación y a favor de la defensa de los derechos de los oprimidos y de los pobres. Son los fundadores, impulsores o seguidores de la teología de la liberación: Oscar Romero, Casiano Floristán, Julio Lois, Gustavo Gutiérrez, Pere Casaldáliga, Ignacio Ellacuría, Leonardo Boff, Jon Sobrino… muchos de ellos pagaron con sus vidas esta postura crítica, otros fueron desautorizados por la iglesia oficial, perseguidos o desprestigiados.
Pero también fuera del cristianismo se lucha desde la religión contra la injusticia y la opresión, como muy bien ha analizado Hans Küng a lo largo de su obra. Es el caso de Asghar Ali Engineer, teólogo musulmán que interpreta el Corán desde una perspectiva laica y democrática; Fátima Mernissi, Nasr Hamid Abu Zaid, Amina Wadud o Shirin Ebadi, que han introducido la lucha feminista en el islamismo y proclaman la igualdad entre hombres y mujeres en la sociedad musulmana. O Raimon Panikkar y Paul Kniter, que promueven el diálogo del cristianismo con el hinduismo y el budismo. El cristianismo también ha criticado la postura antropocéntrica de la iglesia desde la obra de mujeres, religiosas o laicas, cuyo testimonio se recoge en estas páginas: Dorothee Sölle, Rosario Bofill, Elisabeth Schüssler Fiorenza, Elisabeth A. Johnson, Ada María Isasi-Díaz, Lavinia Byrne o Elsa Tamez han manifestado su desacuerdo con la marginación de la mujer en el catolicismo y reivindicado el ejercicio del sacerdocio al mismo nivel que los hombres.
Sorprende que en la lista aparezcan nombres de intelectuales supuestamente alejados de los presupuestos religiosos, como el escritor José Saramago (Tamayo cree que su definición de Dios como “el silencio del universo” está más próxima a un místico que a un ateo), Simone de Beauvoir, quien admira la intensidad de la fe de Santa Teresa; María Zambrano, que considera a la mística como fuente de la razón poética, o Albert Camus, que no pudo aceptar la existencia de Dios por su responsabilidad en el sufrimiento de los inocentes, una incredulidad que, según Tamayo, no responde a cita alguna en el más allá, sino a la llamada de la solidaridad en la tierra. Todos ellos han contribuido a desterrar aquella irónica definición que de los teólogos daba el arzobispo de Canterbury, William Temple, recogida por el autor: los teólogos son personas que consumen toda una vida irreprochable en dar respuestas exactísimas a preguntas que nadie se plantea. No es el caso.
Sartre, Sartre… El mastín cansado sigue olisqueando aquella droga llamada Sartre; pero parece haber desaparecido de esta orilla del tiempo.. Es imposible que no esté a la vista, se dice el sabueso.. No había, ninguna explicación posible sobre el alimento intelectual que no pasara -al menos un instante- por Sartre. Así fue en medio siglo XX. No lo encuentro en esta crítica. Espero que la droga Sartre sea -al menos- mencionada en el libro de Molinas… El can cansado aún recuerda sus envoltorios del alimento de tipo intelectual, su alegato específico sobre el tema… Sartre, Sartre, aquel perro viejo, decía cosas como ésta: «L’intellectuel est quelqu’un qui se mêle de ce qui ne le regarde pas.».