La casualidad ha querido que hayan coincidido en el tiempo dos hechos distintos y distantes que me han afectado directamente: por una parte, la publicación de mi último libro, “Y los españoles emigraron”, y por otra la proyección de la película Perdiendo el Norte, que está obteniendo un gran éxito en la pantalla. Ambos hechos llevan implícitos rasgos de una existencia que me ha tocado vivir.

Y la película «Perdiendo el Norte» trata y analiza precisamente la última emigración española, de la que yo hablo en el libro, pero en la que también está presente un veterano de la vieja emigración, que fue la de mi generación, ese emigrante llamado Andrés que es interpretado magistralmente por el actor José Sacristán.
Y si en el libro cuento entre otras cosas la existencia, el día a día de cientos de emigrantes con los que conviví en Alemania, en el Andrés de la película me veo reflejado de cabo a rabo, ya que yo fui también una de aquellas a modo de “maletas rodantes atadas con una cuerda de esparto porque la cosa no daba para más”, según se recoge en Espejo Anónimo de la España emigrante de los años sesenta.
Como dice Andrés en la película, nos embarcaban en un tren de madera y después de jornadas interminables de viaje teníamos que trabajar en cadenas de montaje en jornadas que en muchos casos no bajaban de las doce horas diarias. Aquella era nuestra emigración.
La nueva emigración, la de hoy en día, es otra, la representada en ocasiones por ese joven culto, pulcro y que con varios masters se cree el rey del mambo, entre otras cosas debido a esos programas falsos y ridículos de la televisión que suelen tratar el tema de forma almidonada; un nuevo emigrante que se suelta frases tan engoladas como “Yo necesito a Alemania tanto como ella me necesita a mí”. No es extraño que Andrés, el veterano emigrante que está de vuelta de todo, le diga: “Compañeros de emigración. ¿Tú qué crees que somos? ¿Putas golondrinas?”.

Con «Perdiendo el Norte», algunos hemos vuelto a recordar el pasado, el que fue el nuestro, el que nos tocó vivir porque no teníamos otro camino. Entonces, como ahora, también había mucha mentira, mucha falsedad de cara a la galería, a la familia que quedaba en España, porque había que simular, que decir que vivíamos muy bien, cuando la verdad era otra, pero la procesión iba por dentro.
Era nuestra procesión, en un silencio que se pagaba en marcos alemanes, francos franceses, florines holandeses… Ganamos el Norte durante algunos años, pero muchos perdieron el Sur, ya que se quedaron allí para el resto de sus vidas. Andrés es un reflejo, y su sombra me persigue.



