En aguas cercanas a las costas de Vietnam, una aldeana se adentro en el mar para pescar su cena y la de sus hijos justo delante de su cabaña de madera. Reinaba el silencio, reinaba la tranquilidad. El oleaje, el sonido de algún pájaro, el chapoteo del remar de alguna barca. Aquella aldeana absorta en su tarea, meditaba, se relajaba fundiéndose con el paisaje.
Allí no había internet, ni televisión. No había coches, ni ruidos estridentes, ni contaminación, ni teléfonos androides, ni guerras, ni gente que hubiera comprado aquella porción de la naturaleza, ni trabajos con sueldos mal pagados , ni gente famosa, ni gente poderosa.
Tan sólo estaba ella, en un estado de profunda relajación, fundida con el mar, fundida con la naturaleza, fundida con el universo.
A su regreso, ella y su familia compartirían su pesca; ni abundante ni escasa, pero suficiente.
Es posible que su vida estuviera cargada de razón. Mientras el hombre moderno inventa mundos virtuales, el mundo real se escapa.
Es posible que algún día, como dijo aquél Piel Roja, que cuando el último árbol se haya talado y cuando la última águila haya alzado su vuelo, el hombre civilizado se pueda dar cuenta de que el dinero no se puede comer.
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