A los 80 años del comienzo de la guerra civil española algunos libros tratan de responder a las incógnitas aún no resueltas del conflicto
La agonía de la república
Son muchos los libros que se han escrito sobre nuestra guerra civil y tendrán que aparecer muchos más antes de dar por cerrado un conflicto que influyó decisivamente en la historia del siglo XX español. Pero pocos se han ocupado en explicar cuáles fueron las causas verdaderas de aquel estallido de violencia que marcó para siempre a varias generaciones y el porqué de la caída de un régimen democrático a manos de unos golpistas facciosos.
En su obra El laberinto español (Ruedo Ibérico, 1962) el hispanista Gerald Brenan fue de los primeros que trataron de desentrañar las causas de aquel conflicto fratricida (el libro lleva como subtítulo Antecedentes sociales y políticos de la guerra civil) desde una órbita ideológicamente de izquierdas. Más recientemente, el historiador y también hispanista Stanley G. Payne abordó el mismo tema en El colapso de la República. Los orígenes de la guerra civil 1933-1936 (La Esfera de los libros) desde un punto de vista más conservador. Diversos autores se ocupan de estos mismos temas en La guerra civil española (Taurus), volumen coordinado por Edward Malefakis. El historiador Ángel Viñas ha escrito una de las aportaciones más definitivas al estudio de las vísperas de la guerra civil en su trilogía La soledad de la República, El escudo de la República y El honor de la República, tres títulos que ahora se han publicado en un único estuche. Como colofón, escribió con Fernando Hernández Sánchez El desplome de la República (Crítica), donde ambos historiadores revelan nuevos datos y analizan episodios poco conocidos de los años más sangrientos del siglo XX español.
Al rescate de Juan Negrín
Afirma Ángel Viñas que Juan Negrín ha sido uno de los políticos republicanos más vilipendiados, injuriados, difamados, ennegrecidos y distorsionados (“el hombre de gobierno más funesto e irresponsable que ha tenido España desde hace muchos siglos”, según Araquistáin). La acusación sobre la que se centran los ataques es una hipotética asociación con los comunistas españoles (de quien Negrín sería su instrumento) y su dependencia de la URSS. Una amplia documentación manejada por los autores, extraída fundamentalmente de fuentes primarias de la época, viene a demostrar a lo largo de este libro que en modo alguno cabe considerar estas acusaciones como realistas. Ni tampoco las que afirman que la guerra civil se justificó para evitar que la República se convirtiera en una dictadura a las órdenes del Kremlin, interpretación favorita del franquismo (la famosa “liberación del yugo marxista”). Por el contrario, las verdaderas causas hay que buscarlas en el intento de recuperar, por parte de los sublevados, el poder económico, político, social y cultural que ocuparon bajo la monarquía y que se vieron cuestionados por las medidas reformadoras, modernizadoras y democratizadoras emprendidas por la República.
El libro publica como anexo el “Informe secreto a Stalin” que los comunistas españoles elaboraron en 1939 y en el que se constata que la coincidencia de los intereses estratégicos de Negrín y el PCE, que se dio durante algunos meses durante la guerra civil, ha sido exagerada intencionadamente por historiadores profranquistas, anticomunistas y anarcosindicalistas. Se trata aquí de derribar el mito de que el PCE era una poderosa maquinaria hegemónica capaz de ejercer un poder incontestable y aherrojar a un Negrín carente de voluntad política propia. Por el contrario, se afirma que el PCE era en 1939 un gigante varado y a punto de desintegrarse por la acción combinada de fuerzas externas y de una acelerada descomposición interior. A pesar de los errores de Negrín, que Ángel Viñas no deja de señalar, el historiador afirma que su talla política fue lo más próximo que los españoles de la época tuvieron a De Gaulle o Winston Churchill.
El fin de la república
La llegada de Negrín a la presidencia del gobierno en 1937 se encontró con obstáculos infranqueables tanto internos como externos. Entre ellos el distanciamiento entre Negrín y Azaña, el golpe de estado del coronel Casado y el abandono de los apoyos a la República por parte de las potencias democráticas internacionales, fundamentalmente de Inglaterra y Francia.
Para Negrín, Azaña había traspasado la línea que hay entre la desesperanza y la traición cuando el jefe del Estado se refugió en la embajada española en Francia y no volvió a España a pesar de la presiones que sobre él ejercieron el propio Negrín, el ministro de Estado Álvarez del Vayo y la práctica totalidad de las fuerzas políticas, invocando su patriotismo y su responsabilidad y advirtiendo que su ausencia iba a acarrear consecuencias catastróficas. También algunos altos mandos del Ejército, como el general Rojo, criticaron esta ausencia de Azaña del territorio nacional durante los últimos meses de la guerra. Su dimisión, además, se produjo en un momento en el que provocó un grave daño a la causa republicana y regaló a Franco una baza impagable. En este libro se critica la carta de dimisión y las alegaciones que Azaña manifiesta para justificar su abandono (No nos ha hecho ninguna gracia desmontar sus autojustificaciones pero entendemos que el historiador ha de buscar esa verdad elusiva que es posible documentar).
El golpe de Casado en 1939 fue el preludio del definitivo desplome de la resistencia republicana. Con la excusa de alcanzar una “paz honrosa”, Casado buscaba llegar a un arreglo con Franco (se equivocó al subestimar la voluntad destructora y purificadora de Franco… y al pensar que los vencedores se comportarían con corrección respecto a los jefes y oficiales del ejército Popular) ofreciendo la cabeza de Negrín e impedir que, supuestamente, el PCE se hiciese con el control del ejército. Para la Junta de Defensa Nacional que organizó, contó con el apoyo del sector del PSOE de Julián Besteiro, quien había bautizado al régimen como una “república bolchevizada”, y con el entusiasmo de los anarquistas y los republicanos. El golpe de Casado, unido a la sublevación de la flota que se había producido en Cartagena y al abandono de la república a su suerte por parte de las democracias europeas, precipitó la definitiva caída de la República.
¿Cómo pudo ocurrir?
La guerra civil española sorprendió en Madrid con 22 años al filósofo y escritor Julián Marías. Desde el primer momento permaneció fiel al régimen legalmente establecido, colaborando en el ABC que se editaba en el bando republicano y en la revista Hora de España, en la que también escribían Rafael Dieste, Juan Gil-Albert, María Zambrano y Ramón Gaya, aunque sin privarse de una mirada crítica sobre algunas de las decisiones del gobierno de la República.
Encarcelado en 1939, Marías manifestó en muchos de sus escritos su preocupación por conocer las causas que habían llevado a los españoles a aquel enfrentamiento fratricida. Fruto de esta preocupación publicó en 1980 el ensayo La guerra civil. ¿Cómo pudo ocurrir?, integrado en el libro colectivo La guerra civil española coordinado por el historiador Hugh Thomas. Ese ensayo ha sido rescatado ahora por Ediciones Fórcola, que lo publica oportunamente de forma independiente, con un prólogo del historiador Juan Pablo Fusi.
El interrogante del título de este libro atormentó a Julián Marías desde el comienzo mismo de la guerra. Su objetivo al escribir estas reflexiones fue su idea de que para que la guerra quede absolutamente superada es necesario que sus causas sean plenamente entendidas.
Entre esas causas destaca Marías la discordia entre dos bandos que manifestaron una voluntad de no convivir, de considerar cada uno al otro como “inaceptable, intolerable, insoportable”. Lo único que importaba de un hombre, una mujer, un libro una propuesta, dice Marías, era saber si era de derechas o de izquierdas. El ejercicio de la oposición se reducía a negar cualquier medida tomada por el contrincante político, independientemente de que fuera buena o mala: “Nunca se juzgaba nada por sus méritos objetivos, sino por quién lo hacía”. Y los extremos del espectro político fomentaban esta situación, de la que obtenían provecho: el PCE y la Falange, a pesar de ser los partidos con menos representación parlamentaria, dirigían la acción política en la sociedad republicana, estimulados por el impacto social de los totalitarismos que en aquellos años triunfaban en Europa. La sociedad había sustituido el entusiasmo inicial con que fue acogido el nuevo régimen por el desencanto, cuando no la antipatía, hacia unos partidos que se habían convertido en “aburridos, poco incitantes, administrativos”.
Julián Marías denuncia la frivolidad de unos políticos que se dedicaron a jugar con las materias más graves sin el menor sentido de la responsabilidad y sin prever las consecuencias de sus actos y decisiones. Y a una intelectualidad, de una brillantez y un nivel pocas veces alcanzados en la historia del país, paralizada en su función política: por pereza, por adscripción ideológica o por no enfrentarse a las dificultades que la indujeron al desaliento.
Sobre la victoria nacional
Las causas que provocaron el estallido de la guerra civil española son también estudiadas por Michael Seidman en su libro La victoria nacional (Alianza Editorial), en el que afirma que la incapacidad de mantener el orden y la ley por parte del gobierno republicano estuvo en los orígenes del conflicto. El libro de Seidman se centra, no obstante, no en las causas de la guerra sino en las que llevaron a la victoria al bando nacional. Pero esta amplia investigación del historiador norteamericano aborda otra cuestión a la que se trata de responder a lo largo del libro: ¿Por qué triunfaron los procesos revolucionarios francés de 1848 y otros como las revoluciones soviética y china del siglo XX, surgidas también de una guerra civil en esos países, y sin embargo fracasó la revolución de los republicanos españoles y triunfaron los contrarrevolucionarios franquistas?. Seidman identifica a los republicanos españoles con los bolcheviques soviéticos y con los comunistas chinos (una identificación cuando menos arriesgada), los tres enfrentados a oposiciones contrarrevolucionarias, sin tener en cuenta que los contrarrevolucionarios chinos y rusos detentaban un poder dictatorial al que se oponían bolcheviques y comunistas, mientras que los nacionales de Franco se rebelaron contra un régimen democrático. Esta identificación tiene sin embargo algunas similitudes en lo que se refiere a la represión de las fuerzas revolucionarias en todos estos procesos.
El terror como arma letal
Entre los motivos que propiciaron la derrota del bando republicano Seidman destaca la implantación del terror en los territorios que iban invadiendo las tropas franquistas. Uno de los recursos utilizados fue el de los mercenarios norteafricanos, obligados a alistarse en el bando nacional (más de una docena de caídes que se opusieron al reclutamiento fueron ejecutados), muchos de ellos convencidos de que iban a luchar contra los cristianos y a saquear tiendas y hogares judíos, según un compromiso no escrito de que se les permitiría dedicarse a sus prácticas tradicionales de saqueo, aunque cuando robaban a ciudadanos respetables, o sea no rojos, podían incluso ser sentenciados a muerte. La forma violenta en que actuaban estos mercenarios se ganó muy pronto una temible reputación, aunque también les fueron atribuidas algunas de las atrocidades cometidas por los nacionales del ejército regular. Entre sus costumbres era frecuente la decapitación de sus víctimas y la exhibición de trofeos como narices, orejas y testículos.
Para extender el terror se cometieron, además, crímenes espantosos, como los de la matanza llevada a cabo por las tropas del general Yagüe en la plaza de toros de Badajoz, la ejecución de más de 1000 personas en Almendralejo cuando los nacionales tomaron la ciudad, los millares de personas ametralladas por los aviones y los destructores de Franco cuando huían de Málaga a Almería (véase los recientes libros de Miguel Escalona Quesada “La huella solidaria”, publicado por el Centro Andaluz de la Fotografía, y “Las heridas”, de Norman Bethune, de la editorial Pepitas de Calabaza), mientras otros 5000 que se habían quedado en la ciudad fueron asesinados sin contemplaciones. O los ametrallamientos de la aviación alemana de la Legión Cóndor para aterrorizar a los habitantes del País Vasco. Queipo de Llano fusilaba a miles de ciudadanos en las tapias de los cementerios dejando que los cadáveres se pudrieran al calor del intenso verano andaluz.
La gestión de la economía y los recursos
A diferencia de otros historiadores como Ángel Viñas o Enrique Moradiellos, que cuentan entre las principales causas de la victoria franquista la ayuda de Alemania e Italia y la no intervención de los gobiernos de las potencias democráticas europeas a favor de la República, para Seidman lo más importante para la victoria de los nacionales fue que éstas supieron administrar mejor las industrias y las riquezas agrícolas que iban cayendo en sus manos, sobre todo después de conquistar el norte, la región más rica y más poblada, que potenció la industria bélica al anexionarse las fábricas vascas. La gestión eficaz de la agricultura, una vez conquistadas las regiones productoras de trigo y de controlar los precios de los productos agrarios, y la disponibilidad de la ganadería de Galicia y La Rioja, facilitaron la provisión de comida a las tropas y a la población civil, evitando la escasez que afligió a los republicanos. El bando nacional iba aumentando su financiación a través de la recaudación de elevados impuestos, la creación de loterías, donativos y cuestaciones, utilizando tácticas intimidatorias y fuertes multas. A ello hay que sumar la expropiación e incautación de bienes pertenecientes a ciudadanos y empresas afines a la República, la movilización de menores y mujeres para trabajos, en ocasiones militarizando las estructuras productivas, en condiciones de explotación calificadas de sacrificio por la patria bajo fuertes amenazas (“todo incumplimiento de una obligación es un crimen”) y ensalzando al campesino español como ejemplo de pureza racial e identidad nacional.
Los valores nacionales
Algunas de las medidas de la República que provocaron mayor malestar en la sociedad conservadora española fueron las que trataron de homologar las costumbres del país con las que estaban vigentes en el occidente europeo. Por eso el bando franquista aplaudió aquellas disposiciones que devolvían a España al tradicionalismo. Las mujeres volvieron a ser esposas fieles, madres devotas y cuidadoras de los suyos y su cuerpo debía estar bien cubierto (los oficiales de Burgos insultaban a las que no llevaban medias, por otra parte difíciles de encontrar). Las mujeres debían dejar de seguir los gustos “que decretaba la judería de París” y adoptar estilos de acuerdo con un “santo nacionalismo”. Debían contribuir a ganar la guerra aportando su trabajo y su esfuerzo, captar fondos para las tropas y servir de madrinas de los soldados a través de su correspondencia con ellos. Queipo de Llano ridiculizó a las mujeres republicanas que luchaban como soldados en el frente. En teoría la mujer enemiga no podía ser asesinada (aunque se dieron con frecuencia casos como el de las 13 rosas), pero sí estaba sujeta a humillantes cortes de pelo y violaciones (“Los falangistas y los moros tuvieron una gran reputación de violadores”).
La religión católica recuperó su antigua autoridad, tanto en el ejército con el papel de los capellanes (incluso presidían las ejecuciones “cristianas”), como en la sociedad civil, influyendo hasta en el arte, que volvió a ser sagrado y religiosamente neotradicionalista (el arte de vanguardia se consideraba antiespañol y de influencia judía). Se recuperaron algunas fiestas religiosas como el 25 de julio y la Inmaculada Concepción y se propagó la idea de que la guerra era un castigo de Dios por el secularismo republicano. La blasfemia se convirtió en un delito grave. Judíos y protestantes, vinculados al comunismo por los franquistas (el puño en alto y cerrado es un ademán ritual de la sinagoga, se decía), fueron víctimas de persecuciones y oprobios.
Por los territorios que iba conquistando el franquismo se extendieron las quemas de libros “pornográficos”, calificación que incluía la literatura socialista, comunista y libertaria, así como las obras de autores como Alejandro Dumas y Víctor Hugo. En las escuelas se prohibieron manuales básicos, entre ellos algunos de matemáticas.
Se prohibieron también los espectáculos de cabaret y variedades y se impusieron cierres de tabernas, bares y restaurantes a las 9 de la noche. Estas medidas, en principio pensadas para una situación excepcional, se mantuvieron durante décadas después de haber terminado la guerra.
¿Pero hubo un terror rojo?
Después de cuarenta años de franquismo en los que las únicas publicaciones sobre la guerra civil eran documentos que ensalzaban la rebelión militar franquista y condenaban cualquier actividad de los protagonistas del bando republicano, los historiadores de la transición dedicaron parte de sus esfuerzos a contrarrestar la imagen que, a través de historias prefabricadas y burdas manipulaciones, el franquismo había elaborado del bando republicano, al tiempo que ignoraban los excesos cometidos por las fuerzas y organizaciones leales a la República. Después de más de treinta años de la desaparición del dictador, ahora comienzan a publicarse investigaciones críticas con algunos episodios y personajes del bando republicano durante la guerra. Uno de esos libros es “El terror Rojo” (Espasa), de Julius Ruiz, profesor de Historia de la Universidad de Edimburgo y autor de “The Repression in Madrid after the Spanish Civil War”, nada sospechoso de alineamiento con la rebelión franquista, que condena en todo momento. El terror rojo recoge algunos de los episodios más negros de las actividades de personajes, partidos y organizaciones republicanas durante la guerra civil, fundamentalmente centradas en la asediada ciudad de Madrid.
La quinta columna
En 1938 Ernest Hemingway publicó “La quinta columna”, su única (y fracasada) obra de teatro, que escribió durante la guerra en el Hotel Florida de Madrid. La expresión ‘quinta columna’ se atribuye a unas declaraciones del general Mola en las que decía que las tropas rebeldes tenían cuatro columnas avanzando hacia Madrid y una quinta columna de simpatizantes dentro de la ciudad. Dolores ibárruri, la líder del PCE, utilizó esta expresión en un artículo de Mundo Obrero refiriéndose a una posible revuelta interna en Madrid, después de la ocupación de Toledo por las tropas de Franco. La obsesión de las autoridades republicanas por descubrir y neutralizar a los quintacolumnistas de Madrid provocó una de las mayores persecuciones de antirrepublicanos, todos identificados como fascistas, que terminó con miles de encarcelados y ejecutados, en ocasiones bajo débiles indicios de sospecha, ejecuciones que ayudaron a socavar la credibilidad del gobierno en el extranjero, y aunque las cifras que se manejaron estaban lejos de ser reales, sumaban varios miles de personas en muchos casos inocentes.
Durante los últimos meses de 1936 se desató en la capital de España un periodo de terror en el que algunas organizaciones de incontrolados que ajusticiaban a sus víctimas de manera en muchos casos arbitraria, se sumaban a instituciones oficiales encargadas de administrar una justicia sumaria a través de tribunales revolucionarios de resultados más que dudosos, al amparo de la amenaza de una posible existencia de un enemigo interior clandestino (ciertamente existente pero exageradas sus posibilidades de acción) que amenazaba con derribar las defensas republicanas en la ciudad.
Desde el Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP) que impartía sentencias extrajudiciales 24 horas al día, el Servicio de Investigación Militar (SIM) y las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia (MVR) hasta los grupos armados de anarquistas de la CNT-FAI y otros de milicianos que campaban por sus respetos sin ley ni orden, la persecución de burgueses, miembros de partidos de la derecha republicana, militantes de sindicatos católicos, juristas de dudosa trayectoria profesional y religiosos de toda condición, se desató una persecución y una fiebre de ejecuciones que culminaría en los sucesos de Paracuellos y Torrejón.
Además de documentar las acciones de robos de propiedades privadas y confiscaciones de bienes y edificios “fascistas”, fusilamientos terribles como el de los prisioneros de un tren de Jaén en la estación de Atocha, sacas de las cárceles con criterios arbitrarios… en El terror Rojo se siguen las trayectorias de personajes novelescos como García Atadell, Ángel Pedero o Luis Bonilla, dotados de una increíble autoridad que les hacía invulnerables a todas las leyes y poderes políticos, protagonistas de algunas de las matanzas más sangrientas y de los episodios más trágicos, que además terminaron traicionando la causa republicana.