La vida se entiende a sorbos, como los que se toma ese ciudadano/a a punto de la faena, cuando ésta entraña riesgo. El agua, origen, nos entronca con lo que somos, con lo que seremos, y sacia la sed, al tiempo que nos equilibra y serena.
Tomar un poco de aire, respirar, nos ubica en ese punto casi celestial que nos permite conocer algunos porqués cuando todo son dudas. Éstas nos empañan un poco la visión, o un mucho, cuando nos aceleramos y/o enfrentamos a un riesgo de muerte.
A menudo me he preguntado, como muchos, qué se piensa antes de un lance duro. Hay, en la pugna, siempre, siempre, un duelo, una duda, un resquemor, un miedo, un cuestionamiento, un anhelo, un sueño, una rutina, un hastío… Todo confluye en un afán de avanzar frente las consideraciones del corazón y de la mente que buscan la supervivencia a toda costa.
El hombre y el mar, como rezaba aquella novela de Hemingway, se dan en muchos órdenes de la existencia, y en todos ellos nos enfrascamos en medidas o dosis que nos fragmentan y tratan de ahuyentar. El ser humano que supera sus pavores es el que vence en primer término, aunque la auténtica divisa viene después para regresar de nuevo a esas tinieblas que señalan nuevas lides.
Reitero. Me continúa fascinando muy mucho esa figura que se adentra en las fauces del destino y, con temor o sin él, se engancha a un futuro que le pertenece por derecho propio, pues él y su gallardía representan las mejores gestas de una especie, de una estirpe, que para llegar hasta aquí supieron a ciencia cierta que quien resiste es el que triunfa (ahora lo referenciamos de otro modo). A veces, el principal enemigo es uno mismo.