Debo confesar que jamás he pisado un estadio de fútbol. Y dada la fecha que figura en mi DNI, es posible que haga el tránsito al que todos estamos destinados sin haber asistido a ver un partido, tal vez una final como la que se celebrará pasadas unas horas de cuando escribo estas notas entre el Barça y el Atlético de Madrid o, dentro de unos días, entre el Atlético y el Real Madrid. Admito, sin ningún tipo de pudor, que hace tiempo que se ha despertado en mí una gran curiosidad por vivir esa experiencia vital y sociológica de acudir a ver uno de esos partidos, pero no encuentro forma de llevarlo a cabo.
Y puestos a confesar, una confesión más. Hace ya unos años que mi curiosidad por ese fenómeno de masas, un fenómeno incomparable con cualquier otro de la historia contemporánea, que es capaz de identificar al taxista con el catedrático, al negro con el blanco, a la mujer con el hombre, a los niños con los ancianos, a los ricos con los pobres, a la canalla callejera con la más refinada sociedad, ha conseguido captar mi interés y ha despertado un punto de afición que no pude imaginar en mis años mozos y de madurez que pudiera darse, ocupado como estaba, en temas formalmente más “sesudos”. Y mucho más desde que puedo confrontar esa afición con mi nieta Claudia; y digo confrontar porque seguir al Atleti uno y al Madrid otra, son posturas necesariamente irreconciliables.
No se si puede seguir llamándose deporte o simplemente espectáculo, pero sea como fuere, se trata de un acontecimiento mundial que es capaz de despertar pasiones como ningún otro. Y España se encuentra a la cabeza mundial de este fenómeno social. Una de las más recientes ocurrencias de nuestros dirigentes políticos ha sido inventar eso de “la marca España”. Un empeño en dar a conocer nuestro país en diferentes partes del mundo, naturalmente con fines claramente comerciales. El mercado impone ciertas reglas que, en este caso, no parecen tener un éxito arrollador. Pues bien, a lo largo de mi vida activa, he viajado por diversos países de América, especialmente Latinoamérica, y también por algunos de Europa; siempre para asistir a reuniones con instituciones teológicas y/o académicas, dentro del ámbito religioso. Al identificarme como español, el interés de mis correligionarios, teólogos o ejecutivos, o ambas cosas a la vez, siempre ha terminado comentando la última jugada de alguna de las estrella del momento, del Madrid o del Barça especialmente, y mostrando una cierta envidia porque era yo el afortunado que tenía al alcance de la mano asistir al Camp Nou o al Santiago Bernabeu, cosa que por aquellos tiempos estaba totalmente fuera de mis intereses y hoy fuera de mi alcance, por razones diversas. Sin duda alguna, la “marca España” ha estado representada (y continúa estándolo en la actualidad) prioritariamente por su fútbol, y mucho más desde que “la Roja” alcanzó la cumbre proclamándose campeona mundial.
Surge una pregunta ¿tal vez se ha convertido el fútbol en una nueva religión? No seré yo el que caiga en el tópico farisaico de denostar la afición al fútbol, ya que cubre una indudable función social y recreativa, aunque para algunos represente su única pasión, su única afición, su única lealtad, descuidando cosas más prioritarias. Son ya muchos los que afirman que sí, que el fútbol se ha convertido en una religión laica, en la que los ídolos son aclamados y adorados en sus estadios-templos cada semana (a veces todos los días de la semana), ya que como ocurriera en el Areópago ateniense, hay dioses para todos los gustos, para todas las aficiones, para todas las sensibilidades, aunque algunos ocupan, ciertamente, el altar más destacado (ahí están, a título de ejemplo, Cristiano Ronaldo o Leo Mesi). Todavía permanece en el recuerdo de todos, aunque se trate en la actualidad de un “dios caído”, la figura de Diego Maradona, conocido por sus fanáticos seguidores como “el dios Maradona”, a pesar de haberle visto revolcarse en el lodo de las drogas. Para muchos el culto religioso se ha desplazado de los templos a los estadios, convertidos en nuevas catedrales; o a determinados lugares “sagrados”, como las Fuente de la plaza de Neptuno o la de la Cibeles, que recibirá, una de ellas o las dos, dentro de unas horas, en un caso, y unos días, en otro, la avalancha de sus hinchas. Por otra parte, no son pocos los jugadores, especialmente evangélicos, que aprovechan sus momentos de gloria en esos “santuarios laicos” para expresar su religiosidad en muy diversas formas. Recordemos a Kaká, como personaje más próximo. Actos religiosos que multiplican por varias cifras el testimonio que pueda darse desde los púlpitos.
Luego está el vínculo externo entre fútbol y religión. Tanto el “Atleti” como el “Real” (por centrarnos en los equipos más representativos de la Comunidad de Madrid), ganen el título que sea, acudirán a ofrecerlo a una determinada advocación de la Virgen María, y así lo hará, llegado el caso el Barça, el Sevilla y cualquier otro equipo español. Tampoco es extraño que los seguidores de un equipo coloquen velas y hagan diferentes actos litúrgicos para pedir buenos resultados para su equipo, para rogar que no descienda de categoría o para que alcance la gloria del campeonato en litigio; en África es frecuente el uso de ritos para ayudar a sus equipos a lograr buenos resultados; las reliquias, en forma de camisetas de los diferentes ídolos, se cotizan de tal forma (y no digamos si llevan la firma del idolatrado) que supone una de las fuentes de ingreso más sustanciales de los clubes. Es indudable que el fútbol se ha convertido en una religión laica y en una plataforma para proyectar sentimientos que en otras épocas, se canalizaban a través de los diferentes templos religiosos.
Ante la bazofia que ofrece la televisión, malbaratando los tiempos de ocio de la ciudadanía; ante la devaluación de los valores éticos y cívicos que se aprecia en una buena parte de la sociedad; ante la corrupción, que alcanza a tantos dignatarios otrora referentes de las nuevas generaciones, el fútbol se muestra como el gran atractivo y el refugio de quienes terminan convirtiendo, equivocadamente, una noble afición en el sucedáneo de la religión que dejaron porque no encontraron en ella la respuesta a sus más íntimas y transcendentes inquietudes.
Que la religión haya perdido para muchos su atractivo frente al fútbol, no es motivo para denostar a quienes han incorporado esa afición a sus vidas, sino para investigar qué hemos entendido por religión o qué ha hecho mal la religión. En su sentido original, religión es religar, volver a unir al hombre/mujer con Dios; dar sentido a la vida; encontrar respuesta a las grandes incógnitas; religión es una experiencia personal, una forma de vivir. Y eso es lo que ofrece Cristo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
El fútbol no es una nueva religión, porque no hay redención para nadie aunque culto y adoración sí. Es una idolatría moderna catártica en gran parte inocua.
Es la expresión moderna y civilizada del antiguo espectáculo del Circo Romano y una sublimación del antiguo guerrero y las guerras. Los gladiadores se han trocado en futbolistas y equipos, las estocadas son los goles, hay ataques, amagos, defensas. Los espectadores se enfervorizan con las acciones y con el chorreo de sudor y no de sangre. Los emblemas de estas guerras incluyen los colores patrios y las canciones nacionales.
Claro que una vez dos países centroamericanos, El Salvador y Honduras, protagonizaron una guerra de cuatro días, en 1969, con seis mil muertos, en que las acciones se desataron también en relación a tensiones por encuentros de fútbol de eliminación mundialista. Se le conoce como la «Guerra del fútbol», por el nombre que le dio un periodista polaco.
…apenas una actualización del «panem et circenses» de los romanos.