De vez en cuando la gente con la que más relación tengo en la nave me piden que les haga una paella, ya saben, uno de los platos más representativos de nuestra cultura, la española, culinaria que ha traspasado el tiempo y las fronteras.
Yo sé, como bien me recuerda mi amigo Francis Fernández, valenciano cabal donde los haya (no como otros), que lo que hacemos fuera de dicha comunidad no es propiamente una paella, sino un arroz con cosas.
Cuando digo hacer una paella no me refiero a la gran sartén poco profunda y con dos asas donde se hace la paella, el arroz con cosas, que al final la misma palabra define los dos hechos, el hábito hace al monje, o al revés, que nunca se sabe.
Para José Luis Sampedro (con la colaboración de Olga Lucas) Escribir es vivir, título que dio origen a un libro, o al revés, publicado por Areté en 2005, donde el autor resume un curso magistral que impartió en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, en el que fue desgranando con un estilo cercano, lleno de anécdotas, ironías, inteligentes punzadas, su proceso creativo. Es un buen libro que habla de un buen escritor de buenas novelas.
Antonio Muñoz Molina, ayer mismo opinaba en El País que «Se cocina para satisfacer el hambre, … pero cocinar de verdad es ofrecer a otros el fruto de ese trabajo, igual que escribir o pintar o hacer música. Uno cocina para la persona amada, para los seres más queridos, para los amigos».
Para mí escribir es cocinar, o al revés cocinar es escribir.
Empezar a escribir es como entrar en una cocina limpia, sin ningún cacharro por la encimera, sin cacerolas sobre los fogones, con los alimentos, materias primas, aún en la nevera o en el carro de la compra. Todo está ahí, pero hay que elaborarlo.
Ponerme a cocinar es como sentarme delante de la pantalla impoluta del ordenador. La idea de lo que quiero escribir está en la encimera de mi hemisferio izquierdo. Allí también se encuentran los nombres y los adjetivos que los van a calificar; los pronombres para que no repitan (los sustantivos pueden repetir tanto como el ajo y hay que tener cuidado); los tiempos verbales en los que se desarrollará la acción, perdón la cocción; la utilización de las oraciones copulativas, o relativas o yuxtapuestas para que liguen perfectamente nuestros párrafos.
Comienzo a cocinar como comienzo a escribir, con la incertidumbre, con la inquietud por trasladar lo que tengo en la cabeza al folio en blanco, con la inseguridad de poder expresar lo que siento, a través de las palabras. O de los guisos.
Escribir necesita tiempo. Tiempo de reflexión, de selección, de elaboración, de reposo. Cocinar requiere los mismos tiempos.
Antes de escribir nada, cuando la idea me viene a la cabeza, entro en un estado de excitación. Sé lo que me ronda pero no cómo lo diré. Al cocinar tengo las mismas sensaciones, sé lo que voy a hacer, pero no como saldrá.
Con las dos actividades, en el fondo, sólo busco la aprobación del público, de ustedes, de vosotros que leéis lo que escribo, que coméis lo que preparo. No me gusta cocinar para mí. Cuando estoy en la mesa compartiendo los platos, me siento como un autómata, espero, impaciente el veredicto, quiero saber qué os parece el relato, el artículo, el poema, el arroz o el rabo de toro que he preparado.
Recuerdo que las primeras paellas que hice en la Tierra me traían por la calle de la amargura. No conseguía, ni de lejos, darles el punto. Todo el mundo me decía, la clave está en el caldo, el fumet, un buen caldo es la base de todo. Yo preparaba unos caldos excelentes, bueno, al menos pasables. Pero no había manera. O me salía duro, o seco, o sin sustancia, el arroz, digo. Y no podía entender por qué. A veces, la solución a los problemas la tenemos delante de nuestras narices, pero somos incapaces de verlo, u olerlo.
Para hacer la paella compraba un puñado de gamba arrocera, unos doscientos gramos de chirlas. Un hueso de rape, una sepia no muy grande, un filete gordo de emperador, unas cigalas y unos mejillones. En la frutería, dos o tres tomates maduros, rojos, a punto de pasarse, un pimiento verde, pido un poco de perejil, ajos no, que solía tener. También tengo azafrán y colorante…
Estos ingredientes son para una paella pequeña, un relato. Si se acompaña de algún entrante y postre, el apetito de tres o cuatro personas quedará satisfecho. Pero si queremos algo parecido a una novela, más personajes a comer, tendremos que aumentar los argumentos esgrimidos en el párrafo anterior.
Ya tengo el folio en blanco y en la cabeza lo que voy a hacer. Suelo escuchar la radio o algo de música. Ya puedo escribir, no, cocinar.
Pelo las gambas, limpio los cuerpos (eviscero la tripa) y en una cacerola mediana con dos litros de agua, más o menos, dejo cocer el esqueleto exterior de este pequeño crustáceo, con su cabeza incluida, las chirlas, los mejillones y el hueso de rape, con algo de verdura. Pelo los tomates, les quito las simientes, lavo el pimiento y lo corto en tiras cortas y finas. Seguidamente vierto aceite de oliva en una sartén honda que cubra el fondo. Cuando el aceite está un poco caliente, frío un par de dientes de ajo hasta dorar, los saco, lo pongo en un mortero (con sal para que no salte) con perejil muy picadito, y siete u ocho hebras de azafrán. Machaco. Incorporo la pulpa de una ñora. Un poquito de vino fino y lo remuevo.
Se sustituye el ajo de la sartén por los tomates troceados y el pimiento (la mitad), y voy dejando que se haga el sofrito a fuego lento.
Voy limpiando la sepia y troceo, el filete de emperador lo corto en dados (cuando esté casi el sofrito también los rehogaré un poco). Doy un agua a las cigalas. Las almejas las dejé, cuando las traje, en agua con sal, por lo de la arena.
Bueno, ya tengo el caldo de los caparazones y el rape, el fumet. Tengo el sofrito del tomate y el mortero de ajo y azafrán. Todo está preparado.
Y aquí es donde no sabía resolver este cuento. Delante de mí y no lo veía.
Sacaba la paella, el recipiente, echaba tres vasitos de arroz, rehogaba un minuto, vertía el sofrito, seis vasos del caldo famoso, el mortero, un poco de colorante y sazonaba. Dejaba unos ocho o diez minutos a fuego fuerte, echaba las almejas, las gambas y las cigalas, probaba y salaba al gusto, bajaba el fuego a la mitad y lo dejaba otros diez minutos… Y el desastre.
Mi familia, con un amor infinito, se comía el arroz sin apenas decir nada. Yo, expectante, esperaba su veredicto. Pero en el fondo, uno sabe si un poema le ha salido bien o un relato tiene sentido. Sabía que aquello era una masa de granos de arroz insípidos. O secos. O pasados.
Repetía una y otra vez la fórmula, pero el resultado era el mismo. No conseguía una paella en condiciones.
Por fin, un día, después de innumerables intentos encontré la respuesta. Ya os decía que, a veces, la solución de un problema está delante de nuestros ojos pero no lo vemos. Y ahí, frente a los míos estaba. El saco de arroz que utilizamos es de Calasparra, y en él lo deja muy claro, por cada vasito de arroz, tres y pico de caldo.
¡Qué bochorno! Resulta que, como todo el mundo sabe (menos yo), cada arroz tiene su medida.
Ahora en la nave tengo los ingredientes congelados para cuando surge la ocasión y nunca, bajo ningún concepto cambio de arroz.