En esas historias que nos cuentan los novelistas hay mucha verdad impresionante, mucha certeza de lodazal y montaña.
¡Cómo nos secuestran las buenas novelas, los cuentos universales que transcurren en una alcoba o en el curso infinito de algunos ríos! Nos llevan a espacios donde los segundos se escurren, nos trasladan sin raíles ni asfalto ni nubes a una manera de oler el tiempo en pulgadas y en acres.
Yo no recuerdo que ni una sola de las novelas que me han ido construyendo tuviera esas grietas que dicen ahora que es por donde se escapa la realidad para llegar hasta nosotros: tendrían eso sí abismos y árboles de esos gigantescos que al caer en medio de un bosque creemos que estamos soñando en árboles gigantescos que caen en medio de un bosque; tendrían, si acaso, seres de carne y hueso, de sangre y latidos, amigos y enamorados, sirvientes y dueños, guerreros y poetas, profesores y alumnos, padres e hijas, esclavas y monjas, aristócratas y peones camineros, mujeres de armas tomar y mujeres maltratadas, hombres eunucos y hombres asesinos, carpinteros y dioses. No sé.
Sólo he dejado una vez en mi vida de leer novelas. Quiero decir desde que leo novelas, desde que leí aquel Robinson Crusoe ilustrado del que ya te hablé, no sé si te acuerdas. Sólo una vez. Una no, cinco, los cinco cursos universitarios en que estudié Historia sin saber que lo que estaba aprendiendo era a desconfiar de quienes van al pasado a por sus cosas. Porque cada vez que comenzaba uno de aquellos cinco años universitarios (los cinco primeros, digo), yo tomaba la determinación de no leer durante el curso nada que no fueran libros escritos por historiadores. Prohibida la verdad de las mentiras, las fábulas, las historias. Sólo la Historia. Luego llegaban las vacaciones y las memorias de Adriano y el embrujo de Shangai se apoderaban de las tardes de verano y del comienzo lunático de las noches de verano para que yo pudiera descansar tranquilamente de la ausencia de cuentos.
Los cuentos, uno de los cuales bien podría titularse ‘Fallece, que no es poco’. Por ejemplo. Las novelas, una de las cuales podría titularse perfectamente Serás mi tumba y haber sido escrita por mí para que sólo la leyeran quienes yo decida.