Cruz de mayo

Lucas León Simón

Me permito la publicación de un capítulo de mi libro nonato “Memoria de veranos, pájaros y estrellas” que con (pretendida) prosa poética, de clara inspiración juanramoniana, quiere evocar los duros momentos de mi infancia de postguerra tardía.

Esta recuperación de la memoria se hace con un norte y un principio: a pesar de la dureza del ambiente, del hambre, de la represión, del odio y de la pobreza, para sobrevivir teníamos que ganarle la batalla a la infelicidad. Unos pocos tuvimos el privilegio de poder hacerlo.

Cruz de mayo

Habíamos salido del esforzado invierno. Con nubes lilas y moradas atravesamos la Cuaresma, con inciensos y torrijas, la Semana Santa. Y, de pronto, casi sin darnos cuenta, llegaba la plenitud vegetal.

Entre los últimos días de abril y los primeros de mayo, casi en cualquier rincón, se organizaba una Cruz.

En una calle cercana se empeñaban en cubrir de macetas dos grandes lienzos de pared. Pedían préstamos de macetas al vecindario. Mi madre era muy reacia a la cesión. Sufría por sus macetas. Sus geranios, gitanillas, clavellinas, pilistras o dompedros. Pero un atávico sentido de la participación festiva, casi la obligaba. Con una marca, apenas perceptible de pintura, marcaba el doloroso exilio temporal de sus tiestos.

Y la calle, en la atardecida, era una fiesta. De flores, húmedas de mayo y madrugada, y de dos bellezas entre el sueño: la urbana y la corporal.

Estaba la danza. El baile. Siempre igual y siempre renovado. Un palacio urbano de frescura vegetal, mientras los rojos claveles reventones cubrían la Cruz, más símbolo de la fiesta que de ningún ancestro religioso. La proclamación sensitiva del buen tiempo, el perfume de las rosas tiernas y la púrpura vesperal de los días largos.

Todo lo silencioso y frío se volvía ardiente, en medio de la vida múltiple. Se iniciaba la antorcha de los amores nuevos, la lujuria silvestre de las efímeras pasiones. Un aroma de azahar, apagándose, junto a la furtiva caricia de mano contra muslo, el agua umbría de un beso robado al orden y a la oscuridad.

Y las blusas entreabiertas, los senos nuevos, hirsutos por primera vez en el giro del baile. Un inmenso sueño iniciático, que como un pájaro nunca visto, se eternizaba en la proximidad de la mejilla desmayada.

Mayo, sus recién madurados frutos, sus cruces, eran una grana escarcha, un azúcar de vida, que nos apretaba el corazón y el sexo.

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