Ileana Alamilla[1]
Hablar de democracia siempre nos suena a algo muy trillado, sin repercusiones en nuestras vidas; no da de comer, no resuelve la conflictividad, no atiende los problemas estructurales, no contribuye a mejorar los niveles de vida de la población, no responde a las demandas sociales.
Sin embargo, todos apelamos a esa utopía en la que quisiéramos vivir. “La democracia es una inmensa experiencia humana. Está ligada a la búsqueda histórica de libertad, justicia y progreso material y espiritual. Por eso es una experiencia permanentemente inconclusa”, reza el informe Democracia en América Latina del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo.
Aquí damos fe que ese proceso es inconcluso, por innumerables razones. En una democracia hay, entre otros, dos actores indispensables: políticos y periodistas. Los primeros, desprestigiados por la mala práctica que muchos evidencian en el ejercicio de su quehacer, desacreditando la política, ese arte de lo posible, única forma legítima de ejercer el poder público.
Los periodistas, quienes tienen el privilegio de hacer de un derecho humano fundamental su profesión, observan y describen la realidad, en forma documentada, la interpretan, la explican y orientan sobre la misma. El periodismo se basa en la verdad, procura dar una visión de los hechos, ejerce un impacto sobre un público diferenciado. Revela, devela y fiscaliza el ejercicio público.
La política no debería ser perversa. Es una ciencia y un arte sin la cual no es posible la convivencia social y el ejercicio del poder. Seguramente muchos maximalistas no estarán de acuerdo con que la política es el arte de lo posible.
Políticos y periodistas son seres humanos, no todos son malos ni todos son buenos, tienen defectos y virtudes; los políticos, en determinados momentos, quieren estar congraciados con los periodistas, para que sus acciones se reflejen positivamente en los medios. Sin embargo, la relación entre políticos y periodistas suele ser tensa.
Cuando salen a luz pública hechos que no conviene a los políticos, que los perjudican o que desnudan realidades, entonces estalla el problema. El caso Contrapoder ejemplifica lo que aquí sostengo. El medio publicó un trabajo periodístico que provocó el disgusto del candidato adelantado del partido Líder. Siguió investigando y encontró otros datos que también dio a conocer en relación con un plagio de dos trabajos del citado personaje político. En una tercera mención al político, Contrapoder se equivocó, pues la información que publicó no fue correcta.
Un error que posteriormente enmendó, rectificó y se disculpó públicamente. Hay obligación legal de publicar las rectificaciones cuando los hechos sean inexactos. Deben insertarse en la misma página en que apareció la alusión y así lo hizo la revista denunciada. Algunos de los aludidos en la publicación errónea iniciaron una acción penal contra el director de Contrapoder, ampliándola posteriormente para involucrar a todo el equipo periodístico. La denuncia es por cuatro delitos, demandan un millonario resarcimiento, arraigo y órdenes de aprensión.
De acuerdo con la Constitución Política y la Ley de Emisión del Pensamiento, cuando se trate de delitos y faltas en la emisión del pensamiento, estos deben ser sometidos a una jurisdicción privativa, un Jurado de Imprenta, que tiene su regulación en la ley respectiva.
Algunos rechazan que los periodistas gocemos de ese privilegio y por eso recurren a otras instancias jurisdiccionales, pero así dice la ley y hay que acatarla.
- Ileana Alamilla, periodista guatemalteca, fallecida en enero de 2018.