Una verdadera carga emocional, motivada por razones ideológicas, políticas y personales, se ha evidenciado en el Congreso de la República. Esta octava legislatura en Guatemala se vislumbraba con destellos de transformación, siempre y cuando no cambiara todo para que todo siguiera igual. Se aprobaron leyes que pasaron incluso sin mayor discusión, que nos han dejado con la gran duda de dónde provino el empuje y la decisión para que no crearan discordia.
Sin embargo, cuando llegó el turno a la discusión de las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos, una de las principales reivindicaciones de “la Plaza”, entonces sí que había que discutir.
Estudios han determinado que la democracia paritaria, como forma de equilibro de representación y de toma de decisiones entre mujeres y hombres, es la concreción de los derechos que asisten a la ciudadanía, especialmente a las mujeres que han debido librar luchas por la concreción de sus anhelos y garantías fundamentales.
Y tienen parcialmente razón los diputados que con vehemencia señalan que no es cuestión de leyes porque, si así fuera, bastaría con que se cumpliera a cabalidad la Constitución Política de la República, que en su artículo 4º establece que todos los seres humanos somos libres e iguales en dignidad y derechos. El hombre y la mujer tienen, formalmente, iguales oportunidades y responsabilidades. Sin embargo, en la práctica, está a la vista que no es así.
El ordenamiento legal, que muchas veces replica las desigualdades, tiene que ser revisado y adaptado a la realidad, desarrollando el principio constitucional citado y debe pavimentar el camino para que el Estado cumpla con la función equilibradora de las desigualdades sociales.
Hay diputados que aseguran que las mujeres lo único que debemos hacer es esforzarnos para alcanzar los méritos que se necesitan para ocupar el lugar que tienen los hombres. Otro argumento es que si unas mujeres han logrado ocupar un escaño en el Congreso, eso demuestra que hay igualdad de oportunidades; pero se les olvida que en la actualidad es solo el 14.5 % de mujeres las que tienen ese privilegio, y estudios demuestran que, con la tendencia prevaleciente, para superar esta desigualdad se requerirían 224 años.
Se hace indispensable que se establezcan normas para forzar los cambios sociales, que no se van a generar solo por la buena voluntad de las personas. Así fue cuando se reconoció el derecho de las mujeres a votar, cuando se modificó la norma que establecía que la mujer podía trabajar siempre y cuando el marido no se opusiera o cuando se reconoció que la violencia intrafamiliar no era un derecho del hombre de castigar a su compañera.
Si no se crea un entorno favorable para la participación política a través de una ley que obligue a dar espacios en igualdad de condiciones a hombres y mujeres, no será posible alcanzar la paridad, pues los cambios de actitud, las barreras mentales, las relaciones de poder prevalecientes, no permiten que por buena voluntad se concrete la participación política de las mujeres en igualdad de condiciones.
Aquí siempre le hemos temido al cambio. Se sataniza a quien impulse las necesarias transformaciones sociales para alcanzar la equidad y la justicia social. Hay poderosas fuerzas que pretenden mantener las opresiones de toda naturaleza, de clase, étnicas, de género; se nos quiere obligar a seguir viviendo en una sociedad donde las diferencias se traducen en desigualdades y en discriminación.
Está muy difícil que se apruebe el artículo que garantiza la paridad, porque abre el camino para luchar por otros derechos conculcados. Pero, si bien es cierto que no podemos caer en la trampa de discutir este tema a costa de invisibilizar otros también trascendentales para la democracia, tampoco debemos arriar esta justa bandera que es por derechos.