Tan morbosa como confusa, con una escenificación que a veces resulta equívoca y distorsiona el hilo narrativo, «El Club», película ácida y no menos sorprendente del chileno Pablo Larraín, Oso de Plata-Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín 2015, habla de un grupo de sacerdotes católicos – Roberto Farias, Alfredo Castro, Alejandro Goi… – que purgan sus pecados (pederastia, robo y tráfico de niños, abusos sexuales…) recluidos en una casa situada al sur del sur donde una falsa monja –Antonia Zegers– , con un pasado igual de turbulento, les hace de carcelera y asistente social –lo que significa que tiene la llave de la puerta y cambia los pañales a quien lo necesita- pero también tiene muchas complicidades con ellos.
Película sobre algunos de los vergonzosos secretos de la iglesia católica y entre ellos el peor de todos, el sistema de impunidad organizado durante décadas para encubrir a los curas delincuentes (pecadores según sus normas); de ahí esa casa-refugio donde esconde sus miserias el grupo de “excomulgados”, un lugar que inevitablemente obliga a pensar en algo muy parecido y muy reciente en España, el chalé de Pinos Génil donde los curas conocidos como “los Romanones”, organizados como una secta, sometían a abusos sexuales a monaguillos y otros menores; delitos que el arzobispo de la diócesis, Javier Martínez, ha estado encubriendo hasta el punto de que ha tenido que intervenir la autoridad del Vaticano para obligarle a entregar a la judicatura española las actas de los interrogatorios de los curas en cuestión, seis meses después de que le fueran requeridos.
Los cuatro curas y la monja de El Club no son exactamente una secta, aunque todos conocen los secretos de todos y la norma es no hablar nunca de ellos, comportarse como si la casa formara parte de un club de vacaciones y estuvieran en ella disfrutando de una merecida jubilación; tienen distintas procedencias y han cometido delitos diferentes, pero todos han pasado la “purga” de sus superiores y se encuentran en la casa “castigados”, aunque convenientemente alimentados y cuidados.
Su iglesia les aísla y evita así que respondan ante la justicia. Y ellos pueden cultivar hobbys, como entrenar a un galgo de carreras (por cierto, es terriblemente sádico el trato que recibe ese animal) o cultivar un huerto. Hasta que la llegada de un quinto huésped -que no tardará en suicidarse perseguido por una de sus víctimas, un vagabundo borracho instalado delante de la casa gritando al viento los abusos padecidos-, y de un posterior investigador eclesiástico, trastoca completamente su rutina. Es entonces cuando los residentes del “club” ponen en marcha todas sus estrategias para evitar que nada ni nadie pueda alterar la seguridad de su exilio dorado.
En esta historia, que provoca un terrible malestar, todo parece oscuro, tenebroso, todo huele a sucio. Es evidente que, en contra de mi opinión y pese a todo, la película convenció al Jurado de la Berlinale, que le concedió su premio, como en cierta medida también ha gustado en San Sebastián 2015, donde participó en la sección Horizontes Latinos.
Lo mismo que aquí, en Estados Unido, en Francia, Alemania e Irlanda, en Chile han estallado escándalos de pedofilia en la iglesia católica, durante los últimos años. Lo mismo que aquí, y en otros lugares del mundo donde esa religión es fuerte y controla la vida de ciudadanos y autoridades, hay procesos abiertos contra un número considerable de curas: “El tema de los abusos sexuales de menores, por parte de algunos curas… afecta a todo el mundo. Es enorme el número de sacerdotes pedófilos, como el de niños violados…Evidentemente, la misión del arte es siempre política», dice Alfredo Castro, uno de los protagonistas de El Club.
Realizador de “Santiago 73 Post Mortem” y “No”, Pablo Larraín se ha puesto una vez más detrás del objetivo para denunciar los silencios de la sociedad chilena, la “hipocresía de las estructuras sociales y las caducas figuras autoritarias persistentes”.