El día que enterraron a Tierno Galván yo estaba haciendo la mili. En Bétera. Sin objeción de conciencia que valga. Pero con una objeción: la hacía sin ganas, dándolo todo pero sin que yo me diera cuenta.
El día que enterraron al verdaderamente mejor alcalde que ha tenido Madrid, y no aquel rey que se pasaba la vida matando animales, o sea, cazando, yo vestía de azul eléctrica emoción, que era como vestíamos habitualmente los carristas del batallón Otumba de carros de combate del Regimiento Vizcaya número 21 con base en Bétera, donde ahora hay tropas de la OTAN.
El día que enterraron como si fuera un héroe del pueblo a don Enrique yo cumplía, sumiso, poco convencido, pero sin traumas, lo que entonces eran unas obligaciones civiles como venían siéndolo desde que hacer la mili fue institucionalizado para satisfacer una de las reivindicaciones más acendradas de los progresistas, gente de orden liberal pero muy convencida de que sin Estado no hay ciudadanía, sólo barbarie y sometimiento a los tiburones.
El día que enterraron al Viejo Profesor, nuestro alcalde recién muerto que en vida había tenido un aspecto de abuelo simpáticamente adusto, yo vi llorar a chicos como castillos, alguno de los cuales ni siquiera era madrileño. Era vasco. Hasta a catalanes les vi gimotear, como un homenaje lacrimoso y entrañable a un señor mayor que era el único señor mayor por el que buena parte de mi generación había sentido ese metro más de distancia que separa la admiración, siempre quizás irreverente, del miedo o del simple aborrecimiento a la autoridad de los que mandan algo.
El día que enterraron al catedrático Tierno Galván, primer alcalde socialista de Madrid desde la guerra que ya parecía haber acabado del todo, aunque ahora sabemos que no, que no acabará del todo hasta que TODOS cuantos hemos oído hablar de ella estemos muertos, yo fumaba todavía como si no hacerlo fuera a traerme alguna desgracia.
El día que enterraron al sabio munícipe que nos enseñó a los madrileños que estar-al-loro-y-enrrollarse era una obligación ciudadana de primer orden yo era de los que lloraba en aquel cuartel veterano a mares de manera falsamente inconsolable. Sí, falsamente inconsolable, porque hubo consuelo: el día que enterraron a Tierno aquellos compañeros míos de la mili que no eran de Madrid se acercaron a nosotros los madrileños, a los que uno a uno solían llamarnos Madriles, para darnos el pésame por tal pérdida en lo que fue mi primera recepción de pésame de toda mi vida, una escena que don Luis García-Berlanga ya hubiera querido poder grabar con esos planos suyos secuencia que tanto molaban y que aún dejan en mí cuando los veo el fino aroma del talento social de un gigante que seguro que haría buenas migas con don Enrique Tierno Galván, un tipo enamorado de la vida como lo estaba el erotómano valenciano ya fallecido como él.
El día que enterraron a don Enrique Tierno Galván era el 21 de enero de 1986 y Madrid volvió a ser una vez más capital del dolor, pero en aquella ocasión lo fue a la manera consciente, feliz y concienciada de que el saber sí ocupa lugar, ocupa un lugar en el corazón, el lugar que un luchador sin metralletas ocupa todavía en mi agradecido corazón junto a su imagen cuando le vi de cerca aquel día de la Fiesta de la Bicicleta en el espléndido parque madrileño de El Retiro momentos antes de disparar una pistola de mentira para darnos la salida hacia el futuro.