Se inauguró el Festival GEMS en Miami, cuya característica es ser la antesala del famoso Festival Internacional de Films de Miami (MIFF) y seleccionar las películas nominadas a premios que competirán en sus principales categorías.
Este mini festival es muy apreciado porque no se trata de cantidad, sino de calidad cinematográfica, y se inauguró con el film colombiano Pájaros de verano, coproducción con México, Dinamarca y Francia, codirigido por los cineastas colombianos Cristina Gallego y Ciro Guerra, que inauguró con una fuerte ovación la 50 edición de la Quincena de Realizadores 2018[1], sección paralela del festival de Cannes, y ha sido nominado al Oscar como Mejor Película Extranjera.
Se trata de un semidocumental, semificción con aspectos antropológicos y sociales, que narra eventos reales acontecidos en la Guajira colombiana en los años 70, en medio de la “bonanza marimbera” o el auge del tráfico de droga. A medida que avanza el relato se transforma en una saga del grupo étnico wawi, que tiene como escenario esta región del norte caribeño y donde se van descubriendo conflictos morales y del honor dentro de esta cultura ancestral, con una realización de rigor formal, controlada actuación y una fotografía de gran belleza plástica.
Ciro Guerra es uno de los directores más importantes de Latinoamérica, y ya nos sorprendió con sus películas: La sombra del caminante (2004), Los viajes del viento (2009), El Abrazo de la serpiente (2015). Creó una estética diferente enfocada en el cine semidocumental antropológico profundizando en los temas de los indígenas, el choque de culturas y la destrucción de mitos autóctonos. Su trayectoria se consolida en cada producción, formando un cuerpo fílmico orgánico, enriquecedor para la filmografía latinoamericana, en colaboración con su esposa, la cineasta Cristina Gallego, productora de varios filmes y, en el caso de Pájaros de verano, codirectora. Una dupla que ya entró en la historia del cine.
En Pájaros de verano se abordan nuevamente estos temas, en el escenario de La Guajira (Wajira) colombiana donde viven pueblos nativos americanos en un ambiente desértico-(Desierto guajiro) y de selva montañosa. Es la cuna de la música del Vallenato, de fuerte raigambre folklórica, es un lugar que tiene su propia idiosincracia. Fue habitada por los pueblos wiwa, kogui, arhuaco y otros que van desapareciendo, la parte de la península más norteña fue separada y es considerada Territorio de la Guajira. Los nativos guajiros tiene un lema para su nación: “Patria de honor de la Guajira”, con lengua propia aún en uso, manteniendo sus tradiciones a través de los siglos. En la década del 70, llegaron al lugar inmigrantes musulmanes y asentamientos colombianos debido a la “bonanza marimbera”, el tráfico de droga, que desató una época de violencia e impunidad, época en la cual se desarrolla la historia real de este film.
“Los wayuu, tenemos nuestra lengua, nuestras ropas y comidas, nuestras costumbres” me comenta una guajira colombiana, la diseñadora de ropas y mantas Keidy Amaya y añade que las ropas femeninas guajiras son muy variadas y que la mujer tiene mucha relevancia en la tribu.
Es una sociedad matrilineal, de allí la importancia de la mujer, que también oficia de curandera con animales totémicos y talismanes. La justicia la administra el portador de la palabra o chaman que trata de resolver los conflicto. Los hijos son dirigidos por el tio materno, la máxima autoridad de la tribu. Se mantiene la dote para el casamiento y el guardar a las niñas. Los cantos de las maracas son parte de sus rituales y son parte de la banda sonora del film. El culto a la muerte es central, y hay una secuencia dedicada al respeto al difunto. Los wawi son muy celosos de su tradiciones y de la fuerza de sus espirítus y esas creencias se rescatan durante el film.
Cristina Gallego, quien no concedió entrevistas y habló brevemente en la presentación, comentó que había quedado enamorada cuando conoció al pueblo guajiro, y así comenzó la idea del film. No pudimos corroborarlo pero según parece la filmación sufrió los arrebatos del tiempo, los wawi fueron entrenados para la actuación y se consideraron sus conceptos lo más fidedignamente posible.
La narración cuenta hechos reales acontecidos en los años 60 y 70, el film se organiza por “Cantos”, como en una saga literaria, comienza con el rito iniciático de la joven Zaida que, en su transformación de niña a mujer danza un baile donde parece un pájaro llamando al amor, una de las secuencias mas poéticas del film que poco a poco va internándose en un relato complejo de narcotráfico, tensiones familiares, luchas étnicas y destrucción.
¿Acaso, en la historia universal, las guerras santas no son extremos de crueldad alzando el standarte de la fe o el honor de una religión?
¿Acaso el hombre no es capaz de la mayor violencia por salvar sus creencias?
El film, que comienza narrando una historia de las tantas del narcotráfico, va adentrándose en la saga de un pueblo indígena que deja al descubierto los extraños misterios del corazón humano, la capacidad de odio y muerte que nos anida. El tráfico de droga desencadena un espiral de violencia y de sinrazón, donde las mujeres de la etnia luchan por acuerdos y armonías frente al feroz ímpetu de la muerte, pero el contrabando de la droga no es el eje narrativo, ni tampoco un cuestionamiento moral para los guajiros, es su honor y su espíritu, lo central de la trama. Es la ruptura de “el alma” lo que destruye a este clan.
La danza del amor se torna danza de muerte y la danza de la bonanza es la danza de la destrucción. El dinero conseguido por el sucio negocio no sirve para cambiar la vida de este grupo étnico, ni para librarlo de ataduras o para conducirlo a la felicidad. Al quebrarse el “alma” de un pueblo, se rompe su “espiritualidad”, el hombre queda a merced de sus pasiones.
La cámara capta los paisajes con largos paneos, trabaja el paisaje como parte de la trama, solo maneja los primeros planos intensificando el drama, el ritmo fílmico se va tensionando y asciende al climax sin concesiones. Maestria de los directores.
La mezcla de géneros es parte de la estética de esta pareja: documental en la medida que se filma un suceso real, en el lugar de los hechos, con gente de la región no actores, pero también juega la ficción con actores profesionales, que cubren los roles protagónicos con gran solvencia: Carmina Martinez, Natalia Reyes y José Acosta. Por otra parte, no se abandona la senda antropológica penetrando en la cultura wawi. Es un film histórico contemporáneo al narrar hechos reales acontecidos en Colombia, pero que toca valores universales. Nos traslada al Realismo Mágico o enfrentarnos con las claves de la tragedia humana.
La película viene precedida de varios premios, pero el mejor premio sería que entrara en los circuitos de distribución comercial y en los mercados de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa, permitiendo al público apreciar un film de calidad filmica, diferente, audaz y reflexivo.
Enlaces:
Cannes 2018: “Pájaros de verano” de Ciro Guerra y Cristina Gallego