Donald Trump ha vuelto a golpear. Empleando sus habituales herramientas de trabajo: la Orden Presidencial y el tuit, símbolos de la diplomacia postmoderna que pretende imponer. Mas esta vez, la trompada no iba dirigida contra un tirano asiático, fabricante de armas nucleares y comunista para más inri, ni contra una congregación de ayatolás chiitas, acérrimos detractores del Gran Satán imperialista, empeñados en modificar el statu quo imperante en el mundo árabe-musulmán.
No, está vez el objetivo del inquilino de la Casa Blanca fue Turquía, un país “amigo”, miembro de la OTAN y atalaya de Occidente durante la ofensiva contra el país de los soviets. Pero las cosas han cambiado. El actual Gobierno de Ankara cuenta, al parecer, con amistades peligrosas; el progresivo acercamiento del presidente Erdogan a Rusia e Irán preocupa a los politólogos estadounidenses, que temen perder el control de esta pieza clave en el tablero del Cercano Oriente.
Donald Trump estima, sin embargo, que el islamista Erdogan merece un buen escarmiento. El presidente actúa con la misma malevolencia, aunque con más imaginación, a la hora de buscar el castigo. En el caso de Turquía, prefiere declarar una mini guerra comercial, duplicando los aranceles aplicables a las importaciones de acero (un 20 por ciento) y de aluminio (un 50 por ciento). Se trata de unas medidas anunciadas que, según los analistas económicos occidentales, podrían ser un mero preludio a un enfrentamiento de mayor envergadura. Conviene recordar que hace apenas una semana el Departamento del Tesoro estadounidense decidió congelar los depósitos de dos ministros del actual Gabinete turco: el titular de Justicia, Abdulhamit Gül y el de Interior, Suleyman Solu.
La decisión de la Casa Blanca provocó un hondo malestar en Ankara. Y ello, por la sencilla razón de que la economía turca se halla al borde del colapso. Si bien es cierto que el país otomano cuenta con una tasa de crecimiento anual del 7,4 por ciento (2017), en lo que va del año la lira turca se ha depreciado alrededor del 35 por ciento frente al dólar. La inflación se sitúa en el 11 por ciento, la deuda del sector privado alcanza niveles astronómicos y el déficit en cuenta corriente inquieta a los cada vez más escasos inversores extranjeros. El propio Erdogan ha instado a los turcos a cambiar sus dólares y euros por liras para rescatar la moneda nacional. Aparentemente, el llamamiento no surtió efecto.
Por otra parte, el yerno de Erdogan, titular de las carteras de Finanzas y Tesoro, no descarta la elaboración de un nuevo modelo económico. ¿Abandonará Turquía el sistema de economía de mercado?
“¿Por qué se empeña usted en castigar a un amigo? ¿Quiere perder a un aliado estratégico?”, le preguntó el presidente turco a Donald Trump. El mensaje incluía una segunda parte: “Turquía no se rinde; sólo nos arrodillamos ante Alá”.
Pero el aparente conflicto comercial tiene raíces más profundas. Norteamérica no perdona la decisión de Ankara de comprar armamento de fabricación rusa, ni el contrato para la construcción de una mega central nuclear firmado con Moscú.
El Presidente turco reclama la entrega del predicador Fetullah Güllen, acusado de ser el instigador del golpe de Estado de 2016; los estadounidenses, la liberación inmediata del pastor protestante Andrew Bronson, residente en Turquía desde hace más de dos décadas que, según los servicios de inteligencia otomanos, mantuvo contactos con el movimiento kurdo PKK.
El autor de estas líneas recuerda la advertencia formulada, hace años, por el vicepresidente de la patronal turca (TÜSIAD): “Cuidado: el rechazo (de Occidente) podría despertar la tentación nacionalista, hacer que el mundo descubra el lado oscuro del carácter turco”.
¿El lado oscuro? Qué duda cabe de que la amenaza podría materializarse…