Si para un alpinista el mayor reto profesional puede estar en coronar la cima del Everest, pienso que para un actor posiblemente ese reto pueda consistir en subir al escenario de un teatro y presentarse ante el público con un monólogo por toda vestimenta y la voz, expresión corporal e interpretación como herramientas de trabajo. Porque sabido es que una vez abierto el telón la suerte está echada, no hay vuelta atrás, el público será tu juez, testigo o verdugo…
Al menos eso es lo que yo he sentido cuando por fin he dado vida a una obra teatral que llevaba años acariciando, y que por fin he visto convertida en realidad. Se trata de la obra El Profe, del autor belga Jean-Pierre Dopagne, un monólogo de una hora larga de duración en la que un profesor de instituto cuenta su vida ante el público, haciéndolo a calzón quitado, con todo lo que ello conlleva. No solo por tener que enfrentarse al miedo escénico, que siempre existe, sino intentando al tiempo que el respetable comprenda el por qué de la situación del personaje en cuya piel te has metido.
A grandes rasgos, podría decirse que nos encontramos ante un profesor de instituto como los cientos de miles que puedan existir en países de la Unión Europea, si bien hay que advertir que en este caso la ficción del texto corresponde a la pluma del autor, que nos va a presentar a un profesor un tanto especial. Un hombre ya de vuelta en la curva de la vida al que su padre le había dicho en su juventud que “era el oficio más bonito del mundo, como trabajar la tierra, porque los dos hacen que algo germine”. Sin embargo, la realidad le obligará a dar un día un sonoro –y nunca mejor dicho- portazo a la enseñanza.
Enamorado de la profesión, conocerá a alumnos de lo más variopinto, y a colegas del día a día en el quehacer de las aulas, y también a ese su primer director de instituto que le dirá en un momento determinado que “Debe respetar usted la ley del rebaño, mi joven amigo. No malgaste su tiempo queriendo pensar demasiado…”. Hablará a sus alumnos de Montesquieu, Voltaire o Rousseau, si bien su colega y profesor de literatura le soltará en un momento determinado a bocajarro: “Lo mío es la pesca. Si quieres que nos llevemos bien, háblame de la pesca. Truchas, salmones, con carrete o con cuchara. Pero no de Voltaire, ni de Montesquieu. Voltaire se la trae floja. Víctor Hugo se la suda…”.
Sobre el escenario comprobaremos cómo la enseñanza y el teatro van a ir de la mano, en un monólogo donde la ternura, el humor, la tragedia y la ironía van a mirarse a la cara, describiendo la vida de los profesores en el microcosmos de un instituto de enseñanza. Conoceremos cómo era la vida de los profesores de hace años, y cómo, en algunos casos, sigue siéndolo hoy en día. Víctima o verdugo, marioneta o tirano, El Profe es un educador en el que esperanzas y rechazos se van a depositar en su persona a partes iguales.
Un profesor enamorado de su profesión, pero también de su familia. Empezando por su padre, al que en el pueblo llamarán “el destripaterrones” por ser un pequeño campesino. Y de María, esa hija que le rebelará un secreto cuando la suerte esté ya echada. Y de Martina, esa esposa “anónima cantante en el coro de la ópera cuyo nombre nunca conocerá nadie, pero que sin embargo será aplaudida cada noche por la porción de arte que ella ha puesto en la obra”, una mujer extraordinaria a la que envidia…
En este monólogo al que di vida sobre el escenario del Auditorio del Centro Cultural Adolfo Suárez, de Tres Cantos, en Madrid, tuve la suerte de estar arropado por una inestimable compañía: empezando por el director y montador de la obra, Francisco Javier Asensio, que con su criterio profesional tuvo la feliz idea de quitar hierro a un texto ya de por sí duro con la introducción de varios elementos: empezando por un violinista, Luis Martínez de Tejada, que con los acordes de su violín supo dar a la obra una continuidad pausada entre texto y música. Y también por la aparición en escena al final de la obra de un auténtico actor profesional, Aníbal Marcos, viejo colega de profesión que con su potente voz y en pocos minutos puso al cabo de la calle a ese solitario profesor de instituto de lo que significa hoy en día ser actor de verdad, y del largo camino que le quedará por recorrer ante un público “al que no le importará hacer zapping contigo…”.
La interpretación del monólogo sobre El Profe ha sido para mí un reto largamente soñado, y que por fin he visto convertido en realidad al cabo de tantos años. Sobre la interpretación en sí no soy quien para opinar, al no ser asunto de mi incumbencia. Pero permítanme decirles que al terminar la representación se me acercó una mujer ya mayor, espetándome tranquilamente: “Estoy sorda como una tapia, por lo que no he oído nada de lo que has dicho, pero me ha gustado mucho. No por las palabras, sino por cómo te movías sobre el escenario y cómo encandilabas a la gente”… Creo que ha sido uno de los mayores piropos en mi ya larga vida sobre las tablas…