El presidente afgano, Ashraf Ghani, ha huido del país y los talibanes han ondeado su bandera en el mástil del palacio presidencial en Kabul, sin encontrar resistencia por parte de un ejército desanimado. Un panorama que es un enorme fiasco para el Gobierno de Estados Unidos, que durante veinte años ha mantenido sus tropas en el país y ha invertido sumas gigantescas en una «reconstrucción democrática» no exenta de intereses económicos.
Como escribe, Natasha Lindstaedt (profesora en la Universidad de Essex) en el digital The Conversation, «la tarea de ‘construir una nación’ a la que se habían enfrentado los estadounidenses era prácticamente irrealizable. En especial por la actitud de numerosos protagonistas regionales, que durante todos estos años han tratado frecuentemente de contentar a los talibanes, e incluso les han apoyado abiertamente».
En este instante terrible, cuando vemos en las imágenes de las grandes televisiones internacionales los rostros aterrorizados de las mujeres afganas que corren a refugiarse en sus hogares, sabedoras de que otra vez serán las víctimas, de que para ellas vuelve el tiempo de ser invisibles, de que sus vidas se interrumpan escondidas tras la rejilla de una burka, de volver a convertirse en seres fantasmagóricos carentes de derechos, de asumir que nunca más podrán cantar, estudiar, ir al cine…en este instante, decía, no puedo dejar de recordar a una de las mejores mujeres que he tenido la suerte de conocer, la hoy senadora radical italiana Emma Bonino quien, desde sus funciones de ministra de Asuntos Exteriores de la República italiana primero y de comisaria europea después, hizo de la redención de las mujeres afganas sometidas al ultraconservadurismo del islam de los talibanes una de sus prioridades (muchos años antes, cuando era una joven candidata a diputada por el Partido Radical, había participado en la redención de las mujeres italianas, siendo una de las fundadoras en Milán del primer centro italiano para la información y la defensa del aborto, CISA).
Desde el comienzo de la retirada de las tropas occidentales de Afganistán, los fundamentalistas talibanes están embarcados en una ofensiva desenfrenada para recuperar el control del país que dirigieron de 1996 a 2001. Este 16 de agosto de 2021 han entrado en la capital forzando la huida del presidente Ghani, quien reconocía que «Los talibanes han ganado» en el mismo momento en que, en el palacio presidencial, que ha sido su residencia durante los últimos siete años, los insurgentes talibanes izaban su bandera y lanzaban gritos de victoria. Las tropas afganas, muy tocadas por veinte años de guerra, se han demostrado incapaces de hacer frente al avance de los talibanes que apenas en unos cuantos días han recuperado el control del país.
Los talibanes, islamistas fundamentalistas, emergieron en los años noventa en el sur de Afganistán, en la región de Kandahar, con el objetivo inicial de desembarazar al país de todos los grupos armados «que se lo disputaban desde el final de la guerra contra la URSS (1079-1989)», en la que algunos de ellos combatieron a los soviéticos como mujaidines (defensores de la implantación de la jihad) contando con el apoyo de Estados Unidos, ya que el mundo se encontraba en plena guerra fría.
Finalizada la guerra se les unieron miles de jóvenes «procedentes del mundo rural y de ambientes pobres, que se habían refugiado en Pakistán durante la contienda». Muchos de los talibanes han estudiado en las madrasas, las escuelas coránicas, en Pakistán y de ahí su nombre: «Talib» o «taleb» significa estudiante en árabe.
Según el Centro para la seguridad y la Cooperación Internacional de la Universidad estadounidense de Stanford, los talibanes «son islamistas sunitas extremadamente conservadores cuyo objetivo es establecer un auténtico gobierno islámico, un estado y una sociedad basadas en una interpretación muy estricta del Islam». No tienen objetivos internacionales, «el único objetivo de su lucha es Afganistán», según la profesora Ashley Jackson, del Overseas Development Institute, un grupo de reflexión independiente con sede en Londres.
A medidos de los años noventa, señalan las periodistas Elise Lambert y Valentine Pasquesoone en un artículo publicado en la web de France Télévision, los talibanes se presentaban como los únicos capaces de acabar con el caos provocado por los combates entre grupos mujaidines, asegurando que querían «pacificar Afganistán». Tras la toma de Kandahar, en dos meses conquistaron doce provincias y en septiembre de 1996, «sin encontrar mucha resistencia», se instalaron en la capital, Kabul, con «promesas atractivas para los habitantes agotados por los combates y la corrupción». Según recuerda Kawed Kerami, profesor de ciencia política de la Universidad Americana de Afganistán: «No sabíamos lo que venía después».
«Rápidamente, los talibanes empezaron a aplicar sanciones medievales, como las ejecuciones públicas. El miedo regía la vida. Cualquiera podía detenerte y acababas en la cárcel sin motivos». El profesor Sher Jan Ahmadzai recuerda que a un amigo «le pegaron por ir a ver una película india. Estaba prohibido escuchar música».
Las patrullas de policía del «Ministerio para la promoción de la virtud y la represión del vicio» se ocupaban, según informaciones del canal estadounidense CBS, de hacer respetar las leyes fundamentalistas. En el documental «Afganistán: vivir en un país talibán», emitido por el canal internacional ARTE, se explica en qué consistía ese control «moral» : Lo primero que hacían al llegar a un pueblo era cerrar la escuela y en su lugar abrir «otra que explique nuestro programa religioso y forme a los futuros talibanes», explicaba un comandante talibán.
Inmediatamente después se «ocupaban de las mujeres», a las que privaban de todos los derechos: «Se retiraban las imágenes de mujeres de todos los libros escolares, se les prohibía salir solas, trabajar y cursar la enseñanza secundaria». Como consecuencia «muchas viudas de guerra no podían ganarse la vida». Con los talibanes «no había servicios públicos ni sistema bancario, y la mayoría de los hospitales estaban gestionados por organizaciones humanitarias».
Poco después del 11-S y los atentados contra las Torres Gemelas, el gobierno de George W. Bush acusó a los talibanes de proteger y esconder en Afganistán a los cabecillas de Al Qaeda. Ante su negativa de entregar a los responsables, los soldados estadounidenses efectuaron los primeros bombardeos sobre el país el 7 de octubre de 2001, al tiempo que Al Qaeda empezaba a apoyar económicamente a los fundamentalistas talibanes afganos.
Pasan los años y los talibanes aprovechan la progresiva retirada de tropas occidentales a partir de 2003, y el inicio de la guerra de Irak, al tiempo que en el plano diplomático establecen relaciones con Rusia, Irán y China. En febrero de 2020 firman con Estados Unidos los Acuerdos de Doha -en los que no participa el gobierno afgano y los talibanes se comprometen «a bien poco»-, fijando las condiciones para la retirada de las tropas occidentales. En declaraciones al canal francés, el investigador Georges Lefeuvre, especialista en Afganistán, asegura que «el acuerdo de Doha es un boulevard» por el que se pasean tranquilamente los talibanes. «Estados Unidos es impotente sobre el terreno, la OTAN se ve obligada a retirarse».
En el discurso tras la firma, los talibanes aseguran que si llegan al poder «las mujeres tendrán derecho a trabajar y a estudiar, y la prensa será libre». Pero, como recuerda otro investigador francés, Karim Pakzad, «cada vez que lo talibanes anuncian medidas de apertura terminan con la frase ‘en el marco de la charia’».
Los talibanes de hoy «son incluso peores que los de los años noventa. Saben negociar con la población, saben hablar con los periodistas, saben utilizar Twitter para expandir su propaganda». Pero sus objetivos siguen siendo los mismos.
Según los especialistas de la universidad de Stanford, no se conoce el número exacto pero se calcula que cuentan con más de 75.000 combatientes, y en el plano económico se han hecho con numerosos recursos; «Han creado un sistema de tasas muy rentable. Cobran tasas en la frontera, a los agricultores, a los comerciantes… otra parte importante de su presupuesto es el comercio del opio, Afganistán es el primer productor mundial de esta droga». También reciben donaciones importantes «de musulmanes radicales simpatizantes» repartidos por todo el mundo. Según el profesor Kerami «distintas ONG’s establecida en Pakistán, Arabia Saudí y los Emiratos Arabes Unidos participan en la financiación de los talibanes recogiendo el zakat», impuesto islámico para ayudar a las viudas y los huérfanos de guerra.
«Esta vez no han cometido los errores de los años noventa cuando decidieron hacer una guerra para conquistar el país y se encontraron con la resistencia de los ‘señores de la guerra’. Ahora han preparado el terreno (…) en el ochenta por ciento de los casos el ejército afgano se ha rendido sin resistencia». Ya hace días que los talibanes circulan en los vehículos que Estados Unidos había entregado a las tropas afganas.
El gobierno de Ashraf Ghani se ha visto impotente ante el avance inexorable de los talibanes. El ejército afgano, que durante años formaron y financiaron los estadounidenses, es incapaz de mantener los aviones que se han quedado en el país. Al no contar con el ejército, el presidente Ghani ha pedido ayuda a los «señores de la guerra».
«En 1992, en un contexto similar –recuerda el especialista Georges Lefeuvre- Afganistán se hundió en una espantosa guerra civil».
El huido presidente afgano Ashraf Ghani, de 82 años, fue reelegido para presidir el país en 2020 con una participación muy baja y varias acusaciones de fraude. «Aislado como nunca» escribía el diario New York Times el pasado 14 de agosto, mientras el jefe del estado afgano aseguraba haber iniciado «conversaciones para encontrar una solución política».
Nacido en 1940, estudio economía y antropología en Kabul y después en la Universidad americana de Beirut, en Líbano. En 1977 se trasladó a vivir a Estados Unidos donde cursó un doctorado en la universidad neoyorquina de Columbia, y enseñó antropología en la de Berkeley, California. En 1991 ingresó en el Banco Mundial para encargarse de estudiar las consecuencias sociales de las ayudas, trabajo que le sirvió para escribir el libro «Cómo reparar los estados fallidos».
En diciembre de 2001 regresó a Afganistán, tras veinticuatro años de ausencia. Fue consejero y ministro de Finanzas del presidente Hamid Karzai (2001-2014), trabajando entre otras cosas en la reforma fiscal, la nueva moneda, la campaña para incitar a la diáspora a regresar al país y las negociaciones con los inversores extranjeros. También puso en marcha una campaña contra la corrupción política.
Candidato a la presidencia en 2009, quedó en cuarto lugar. Repitió en 2014, esta vez dejándose crecer la barba, recuperando su patronímico tribal –Ahmadzai- y vistiendo ropa tradicional; consiguió el 56 por ciento de los votos en la segunda vuelta y ocupó la presidencia tras aliarse con el señor de la guerra Abdul Rachid Dostom, famoso por sus métodos brutales –está acusado de crímenes de guerra y de la muerte por asfixia de dos mil talibanes encerrados en contenedores- y después de firmar un acuerdo de compartir el poder con su oponente, Abdullah Abdullah, quien había denunciado un fraude. En 2020, Ashraf Ghani fue reelegido con el 50,64 por ciento de los sufragios y más de quince mil denuncias de irregularidades.