Inevitablemente cada año en octubre, apenas empezado el curso, las monjas del colegio donde siguen aparcados y haciéndose preguntas once años de mi infancia y adolescencia – «teresianas de marrón» para distinguirnos de las «teresianas sin uniforme», nótese que es teresianas, en femenino- sacaban unas huchas en forma de cabeza de negro, chino e indio de los dos tipos, con plumas y con turbante, del armario donde se guardaban también los paquetes de tiza, los borradores, las cajas de cera «Alex» para sacar brillo al pupitre los sábados (sí, había colegio todos los días, con excepción de la tarde del jueves, cuando compartíamos la libranza con las «criadas») , y también los cuadernos, lápices, bolígrafos, gomas y sacapuntas que estábamos obligadas a comprar a precio de caviar iraní.
Sacaban, digo, esas huchas que, a las demás no sé pero a mí me remitían a «Las mil y una noches» que guardaba bajo la almohada y leía cada noche, y se las entregaban a «las mejores en comportamiento» porque no había para todas las alumnas.
Previamente, las «peores» habíamos comprado en la cacharrería de enfrente de casa una hucha de barro indiferenciada, panzuda, rojiza y con una especie de pom-pom en la parte superior.
Y unas y otras, las buenas y las malas, nos lanzábamos a la soleada calle del otoño madrileño donde, hucha en mano, acosábamos a los viandantes al grito de «Una limosna para los chinitos» (o su variante de negritos, no recuerdo haber dicho nunca indiecitos).
Toda esta parafernalia se llamaba «el Domund», pedir para el Domund, y estaba muy cotizado en ese mundo de colegios de monjas y curas, donde se cursaba desde párvulos hasta preuniversitario, donde a una colegiala «de marrón» de catorce años con las hormonas revueltas podían expulsarla una semana por «deshonrar el uniforme» –crimen que consistía en pasearlo arriba y abajo por la calle de Goya junto a unos cuantos zangolotinos de la misma edad alumnos del colegio del Pilar- y donde también se efectuaban lavados de cabeza; pero lavados a fondo, hasta más allá de la raíz.
Aquellos chinitos, que con toda seguridad no vieron jamás una sola peseta de nuestras entusiastas colectas y que entonces andaban en otras cosas, como la Revolución Cultural –con sus añadidos de persecuciones, genocidio cultural, internamientos de por vida en centro de reeducación, algunos episodios de hambre y política del hijo único, entre otras cosas- son los abuelos y los padres de estos chinos de hoy que aquí nos venden desde una goma para el pelo hasta un vestido de novia pasando por el arreglo nuestras uñas de arriba y de abajo, y allí estudian carreras universitarias, crean una empresa por minuto aumentando exponencialmente el número de millonarios anuales y –lo que ahora nos ocupa- saben cómo enfrentarse sin hacer muchos aspavientos a la invasión de un virus que es solo el último en su larga y ancha experiencia con este tipo de ¿cómo es el genérico? ¿animales, moléculas…?
Saben cómo hacerlo pero a nosotros siguen sin gustarnos, y ahora con razón, porque se trata de un gobierno autoritario y dictatorial que no bromea con amenazas, y un pueblo obediente que, siendo como son mil trescientos millones, solo han sentido la tentación de rebelarse en Tiananmen y les pasaron los tanques por encima.
Pero volvamos al asunto de dios, de los dioses de las distintas advocaciones, todos ellos crueles, que castigan las faltas de sus fieles enviándoles plagas y privándoles de los que quieren («el señor me lo dio, el señor me lo quitó»).
Los fieles somos humanos y cometemos errores, los dioses son divinos y no nos pasan una. Ya lo estamos sufriendo, aunque ésta pandemia de ahora pudiera ser también una venganza de la naturaleza, harta de tantos malos tratos o si es una consecuencia más de, como escuché decir ayer a una colega llena de rizos en #0 de Movistar, «eso que me gusta tanto, el capitalismo» , refiriéndose a la crítica del sistema que hace la película «Parásitos» ganadora del Oscar 2019 (y hablando de burradas televisivas, el martes 18 de febrero de 2020, en algún momento entre las 12h y las 14h, un presentador de la mañana se vino tan arriba que se salió de órbita anunciando: «Exclusiva de la Sexta. Mañana suben las temperaturas»).
El director del diario francés Libération, Laurent Joffrin, asegura en un artículo publicado el pasado 3 de abril de 2020 que «entre los creyentes más convencidos, más rigurosos, se encuentran los más celosos aliados del coronavirus. Hablando claro, la influencia de integristas de los más variados pelos y plumajes en la salud de los mortales del planeta, es simple y llanamente catastrófica».
Vayamos a un repaso de la desinteresada colaboración prestada por distintas cofradías a la expansión de la catástrofe. Casualidad, todas creacionistas, todas negacionistas de la desigualdad y los derechos de las minorías, todas abonadas al «dios verdadero», lo mismo que el facherío que nos está creciendo por aquí en los balcones abanderados. Imposible deslindar las patologías del cuerpo de las patologías del espíritu.
En Francia, está probado que el maldito virus se abrió paso en una reunión de tres días de los fieles de la iglesia evangélica pentecostalista «Puerta abierta cristiana», celebrada en Alsacia, en el este del país, en la que se alternaron la palabra de dios y los cánticos seguidos de abrazos. El hecho de que ocurriera cuando apenas empezaba a hablarse de la epidemia en China «atenúa la responsabilidad de los organizadores» (lo mismito que el Vistalegre de nuestros integristas ultraderechistas).
Los medios de comunicación de Estados Unidos ofrecen a diario información sobre distintas cofradías del mismo culto -en las que casualmente suele encontrar su mayor apoyo el muy conservador y xenófobo presidente Trump- que en rebeldía contra las medidas de contención de la pandemia se han estado reuniendo en sus iglesias sin la más mínima precaución, poniendo su granito de arena en conseguir que –en esto, como en tantas otras cosas- el país se coloque a la cabeza del planeta en el número de afectados y fallecidos.
El gobierno de Singapur ha confirmado que los treinta primeros casos detectados en la isla proceden de las iglesias evangélicas Life Church and Missions y Grace Assembly of God. Ambas tenían un feligrés llegado directamente de Wuhan, conocedor de lo que estaba pasando pero incapaz de faltar al oficio dominical.
En Corea del Sur, el 60 por ciento de los 7500 casos de Covid-19 censados a mitad de marzo estaba relacionado con la rama de la región de Daegu de la secta apocalíptica Iglesia Shincheonji de Jesús, dirigida por el gurú Lee Man-hee.
En Irán, la mayoría de los primeros casos de contaminación salieron de las concentraciones a mediados de febrero en el mausoleo de la teóloga chiíta Fatimah al-Masumeh, en la ciudad santa de Qom, cuna de grandes ayatolás y el mayor centro educativo del país. El clérigo responsable del culto siguió adelante con las ceremonias durante otros quince días argumentando que el santuario es «una casa de curaciones». Otro dignatario iraní repetía que el virus no podía «afectar a los musulmanes», hasta que él mismo tuvo que ingresar en el hospital.
La mitad de las personas hospitalizadas en Israel proceden de las comunidades ultra-ortodoxas, donde «los fieles escuchan las consignas de los rabinos» y desoyen las de las autoridades civiles, mientras continúan acudiendo a las sinagogas y celebrando bodas y entierros, con desprecio de todas las medidas sanitarias. Como lo habitual es que estos creyentes «no tengan televisión, ni radio, ni Internet (ni cerebro, añado yo), el gobierno de Netanyahu –que ahora está empeñado en fabricarles mascarillas con depósito para la barba- utiliza altavoces para hacer llegar sus órdenes» a los barrios cerrados de los hombres de negro (aprovecho para recomendar la película-documental «M», de la realizadora francesa Yolande Zauberman, un durísimo recorrido por Bnei Brak, el suburbio de Tel Aviv lleno de silencios y secretos, capital del judaísmo más ortodoxo y también uno de los rincones más pobres de Israel. Una ciudad sin policías ni criminales donde todo lo arregla el rabino…). Los primeros casos de Covid-19 en Estados Unidos se dieron en una comunidad de judíos ortodoxos de New Rochelle, ciudad cercana a Nueva York.
El origen de la propagación del virus en India se achaca a la concentración de unas 3000 personas que en Nueva Delhi asistieron a un oficio de Tabligh Jamaat, una congregación de misioneros fundamentalistas musulmanes quienes, a pesar de que las autoridades habían prohibido las reuniones multitudinarias, continuaron con su actividad argumentando estar «protegidos por Alah».
Resumiendo: que a juzgar por la trayectoria histórica de los fundamentalismos religiosos (los hay también políticos, pero eso lo dejo para otro día) podemos concluir que si bien «la religión no siempre ha jugado un papel positivo en esta pandemia, no en todo caso en su versión integrista que añade a la patología del cuerpo una patología del espíritu», sigue el colega Joffrin, lo cierto es que en todas partes (está hablando de los ambientes cristianos) «encontramos el mismo razonamiento: si hay pocos casos es gracias a Dios que protege a los creyentes; si hay muchos es a causa del comportamiento impío de la población afectada».
Ahora sigo yo: los descendientes de aquellos «chinitos» de entonces, a los que pretendíamos convertir (yo he rezado pidiendo «la conversión de los infieles») al «dios verdadero» con un puñado de monedas caritativas recogidas en una hucha que invitaba a fantasear, hoy son mayoritariamente agnósticos pero también ateos, budistas, taoístas, confucionistas e incluso en algún lugar del sur católicos, sin olvidar que también hay uigures musulmanes y seguidores del Dalai Lama perseguidos, encarcelados y expulsados.
Y no sabemos, porque se sabe poco del alma de China, si alguna de esas divinidades habrá tenido algo que ver en el hecho de que el coronavirus del mercado de Wuhan haya evolucionado hasta convertirse en la pandemia universal que es hoy.