“Las mentiras que te cuentan los que te quieren son las mejores declaraciones de amor”

Hay química entre los personajes, y seguramente también entre sus intérpretes que, en los diálogos, componen un dúo casi perfecto bajo la inteligente dirección de Pierre Salvadori (Una dulce mentira, un engaño de lujo, Los aprendices).
Como a veces ocurre en la realidad (ocurría más antes, ahora los vecinos no solo no se conocen, se ignoran), en ese patio de vecindad se cruzan los pintorescos habitantes de la casa (un exfutbolista reconvertido en ladrón de bicicletas, un arquitecto paranoico, el marido de Mathilde, antiguo sindicalista jubilado del que su mujer dice cuando intenta internarla en una clínica, “era estalinista y los estalinistas encerraban a la oposición por naturaleza”) con otros tan excéntricos como ellos llegados del exterior –un inmigrante del Este afiliado a una secta milenarista y empleado como agente de seguridad, al que acompaña un doberman, una vecina tremendista…- y allí se organizan comidas, cumpleaños y, asambleas de propietarios.
Poco a poco, el portero va sintiendo amistad, y hasta cariño, por la mujer, a la que por momentos cree al borde la locura, y entre los dos ponen en pie “un torpe tándem, divertido y sobre todo solidario, que les ayudará a atravesar la negra fase en que se encuentran”, en la que cada vez se hunden más en sus propias angustias.
Para salir del pozo aparentemente sin fondo en que ambos se debaten, la amistad y una ternura que se aproxima mucho a la que podrían sentir dos hermanos bien avenidos.



