De la guerra a la batalla mediática
Hubo un tiempo en que gran parte de los intelectuales tenían, o decían tener, ideas claras: Estados Unidos era la culminación del imperialismo. No dudaba en mantener gobiernos títeres y serviles a sus intereses económicos y cuando los pueblos se rebelaban intervenía con sus hombres y armas para mantenerlos o reemplazarlos por otros formados en sus bases militares o esferas de influencia, a costa de feroces represalias con torturas, encarcelamientos y asesinatos masivos sobre los rebeldes.
En América, su patio trasero. Más lejos, fuese Corea, Vietnam, otros lugares que deseaba situar bajo su influencia, participando en guerras devastadoras y de larga duración por la oposición que encontraba entre sus pueblos. Oriente Medio, la balsa del petróleo y los sátrapas de toda índole, también ha conocido en las últimas décadas del siglo XX su desmesurada e impune acción criminal.
Pero Estados Unidos ha ganado hoy la batalla mediática. Ha conseguido la domesticación absoluta de los medios de comunicación y la pasividad o idiotez de muchos de aquellos intelectuales. Compra periódicos, televisiones y conciencias. Soportamos que solo parezca existir ya una «cultura» en el mundo, la impuesta por ellos: en cine, música, literatura, deportes, hábitos de vida, hasta -aquí es donde más trabajo le cuesta entrar, al fin es cuestión de estómago, no de pensamiento- en comida y bebida. Cadenas de radio como la SER, periódicos como EL PAÍS, se han rendido a su vasallaje por treinta monedas. Otros periódicos, radios o televisiones no necesitan ni esas 30 monedas: son serviles y lacayos por esencias ideológicas. Las informaciones, editoriales, artículos de opinión, contra los regímenes políticos no «gobernados» por su influencia, por su falta de objetividad y sobre todo por el contraste dado el volumen de información y crítica que generan con el silencio ante otros países donde el nepotismo, la corrupción, la miseria y exclusión social son más manifiestos, no producen sino náuseas.
¿Y los intelectuales? En silencio, cuando no en culpable colaboración. Estados Unidos puede bombardear impunemente pueblos enteros, o desplegar sus ejércitos en ellos -en estos días se acentúa el servilismo del gobierno español cediendo más terreno para sus bases militares agresoras- desplegar sus ejércitos donde le venga en gana, no digamos apoyar revueltas, y ejemplos de uno y otro caso van de Libia y Afganistán a Honduras o Venezuela, pero que nadie toque otros conflictos, como ocurre ahora en Ucrania. Puede rodear con barcos cargados de armas los mares de Oriente Medio, pero que a ningún otro país se le ocurra defender los suyos, como ocurre en Crimea por ejemplo. Defiende los nacionalismos que son afines a sus intereses estratégicos y económicos -aunque sean de extrema derecha, fascistas o integristas religiosos y antihumanos-pero no permite otros que -ni los juzgamos ni defendemos que esa es otra historia- no se ajusten a sus intereses económicos o de dominio estratégico, el gas, el petróleo, los minerales preciosos o el enclave para propiciar sus ataques en caso de conflicto armado.
Silencios. Complicidad. Carencias de pensamiento y libertad. Gobiernos, pero también intelectuales postrados de rodillas ante el poder despótico del imperialismo de nuestros días.