Mientras los pensionistas se congregaban ante el Congreso para protestar por la miseria de sus remuneraciones y la subida mínima que les aplican -un 70 por ciento cobra menos de mil euros-, nos enterábamos por el ministro Zoido de los 87 millones de euros desembolsados por el Gobierno para promocionar el independentismo catalán a base de golpes contra los votantes el pasado y malhadado 1 de octubre.
Desde Cataluña se supo aprovechar mediáticamente esta circunstancia mediante la consiguiente exageración de aquella vergonzosa ventolera represiva, indigna de un Estado democrático, que a la postre solo sirvió para eso, al precio de 87 millones de euros.
Lo que vino después, y prosigue ahora con el asunto catalán hasta el punto de hacer posible no solo la república de Tabarnia sino la de ContraTabarra (gracias Goti), bien podría haber sido motivo de un debate sobre el estado de la nación, porque creo que pocas veces en la historia de los últimos cuarenta años se ha hecho tan necesario un debate de esa entidad. Sin embargo, tal como recordó Pablo Iglesias recientemente, ese tipo de confrontación dialéctica entre el Gobierno y la oposición no se celebra desde hace casi tres años.
Si se revisa el historial de este tipo de debates, se comprobará que desde 1983 en que se celebró el primero durante la primera legislatura de Felipe González, no hay año que no se convocara, hasta el mes de febrero de 2015 en que tuvo lugar el último, salvo en aquellos en que se celebraron elecciones.
Gracias a esos debates, por lo general transmitidos en directo a través de los medios de comunicación públicos, la ciudadanía podía tener un contacto virtual con sus representantes, aunque en no pocas ocasiones resultara un tanto tedioso. Servía, en todo caso, para facilitar una información necesaria, por reiterada que fuera la película: el Gobierno presumía de sus logros y la oposición hacía lo propio con sus críticas y sus alternativas.
Es muy significativo el hecho de que los debates sobre el estado de la nación hayan dejado de convocarse coincidiendo con la entrada en el Congreso de una fuerza política que vino a estimular la vida política en España y, por ende, la actividad parlamentaria. Esto es, cuando más animosos se presentaban estos debates, van y los interrumpen.
Que Unidos Podemos no haya tenido oportunidad de estrenarse en una de esas convocatorias desde que accedió al Parlamento, debería ser motivo de reflexión para el respetable, sobre todo porque –además de Cataluña- muchos son los motivos en la agenda social para haberlos tenido. Todos de la entidad suficiente como para haberle dado a esa formación política el papel de oposición real que le corresponde.