Ayer domingo, 8 de abril, Duma, la última región de Guta oriental aún controlada por los rebeldes del ejército del islam, en las afueras de Damasco, vivió un ataque químico que se llevó la vida de al menos 80 personas. Refugios llenos de muertos uno encima del otro, según relata la sociedad médica siria americana y la defensa civil del país; llamados «cascos blancos».
Síntomas de asfixia, una muerte lenta y espuma por la boca por cianosis; la coloración azulada por falta de oxígeno, les arrebató cruelmente la vida durante minutos, probablemente por un elemento organofosforado. Varios facultativos de Duma han tratado en las horas siguientes al menos a 500 personas afectadas aunque también se vieron afectados por nuevos bombardeos que se sucedían en las inmediaciones del hospital.
Siria sigue en guerra y desde 2012 ha recibido al menos 200 ataques químicos de diversa envergadura. La agonía es la moneda de cambio con la que los atacantes no dan tregua a la población que muere con síntomas de ahogamiento; algo, verdaderamente terrible. Han fracasado las negociaciones para pacificar la ciudad entre el ejército del islam y Rusia, y se pretende volver a intentar el diálogo en los próximos días.
Horas más tarde, el lunes 9, al menos 14 militares sirios han muerto en un ataque con misiles en el aeropuerto militar de Al Taifur, según cita el Observatorio Sirio de Derechos Humanos. Tropas del ejército sirio, de la milicia libanesa Hizbulá y otras fuerzas iraníes estaban en la base atacada y tanto Rusia como el régimen sirio han acusado a Israel de estar detrás. No ha dado lugar a que el consejo de seguridad de la ONU se reuna para analizar el ataque químico de la ciudad de Duma cuando de nuevo Siria ha sido atacada.