Mientras escribo estas líneas, en Irlanda del Norte, las «leales» (loyalists) logias herederas del protestantismo unionista de Irlanda del Norte celebran sus marchas anuales. Visten con colores vivos, llevan estelas anaranjadas, tocan sus tambores y marchan en formación de desfile de estilo paramilitar, con pífanos y música por todo lo alto.
Recorren lugares centrales y diversos, en ocasiones aproximándose a barrios, iglesias o puntos simbólicos de la otra comunidad, la católica.
Conmemoran el 335 aniversario de la batalla de Boyne, en la que fue derrotado el ejército de Jacobo II (James II) el día uno de julio de 1690 (12 de julio en el calendario gregoriano). Celebran la victoria contra los católicos irlandeses y el establecimiento definitivo de su predominio y de los privilegios concedidos por Guillermo de Orange. «La batalla acabó con la victoria del rey protestante Guillermo III (William III) sobre su suegro católico, el depuesto rey Jacobo», reexplica hoy la BBC en su web.
En el contexto actual, esa celebración de estirpe protestante expresa –de manera directa– la permanencia del propósito de mantener los seis condados de Irlanda del Norte dentro del Reino Unido. Es una jornada contra la posible reunificación de Irlanda. De modo que es una fiesta de parte: la comunidad católica norirlandesa, que sufrió un histórico sistema de apartheid largamente ignorado en el resto de Europa, lo contempla como una celebración de la memoria del odio.
Entre los que participan en la fiesta, no faltan quienes lo ven simplemente como una fiesta callejera y popular sin más.
En otros países europeos, dirán, se celebran el asalto a la Bastilla, las fiestas de moros y cristianos o grandes simulacros de batallas del pasado, como la derrota de Napoleón en Waterloo.
En el Reino Unido, quemar muñecos con la efigie del católico Guy Fawkes el 5 de noviembre recuerda la fallida conspiración de la pólvora (1605) que pretendía explotar el parlamento de Westminster con todos sus miembros y el rey de entonces dentro. Es una fiesta en la que hay fuegos artificiales y se cocinan platos como las jacket potatoes.
Hace más de 40 años, en una librería anarquista de Glasgow, compré una caricatura política de Guy Fawkes en la que podía leer el lema: Guy Fawkes, the only person to enter parliament with honest intentions. Una fiesta infantil, oí decir cuando supe de ella por vez primera.
Pero quizá en Irlanda del Norte la vigencia de la simbología de la división se siente más cercana en el tiempo y reaviva heridas mucho más recientes, como es el caso de esos desfiles de las logias protestantes, que tienen lugar tanto en Irlanda del Norte como en Escocia. Los católicos, nacionalistas irlandeses, o incluso los nacionalistas escoceses, los partidos de izquierda y no pocos demócratas sin otra connotación, consideran las marchas de las logias naranjas como una ritual celebración de odio sectario. No es gratuito: hay periódicos incidentes violentos relacionados con esa peculiar fiesta, en la que no falta la asistencia familiarmente educativa de los niños.
En la actualidad, los organizadores insisten en su carácter cultural y pacífico, aunque las autoridades prohíben a veces propuestas de recorrido tradicional, como sucedió en Glasgow en 2019, tras el apuñalamiento el año anterior de un cura católico que estaba a la puerta de su iglesia.
En 2025, las nocturnas fogatas tradicionales que se encienden en la noche previa a las marchas, y que recuerdan las que se hicieron en las horas previas a la batalla de Boyne para iluminar el paso de Guillermo de Orange, contienen figuras y motivos diversos y suelen estar construidas sobre palets de madera o material inflamable.
De manera menos ilustre y divertida, son una especie de fallas valencianas, pero carentes del humor y la alegría social propia de Valencia. Las de Belfast tienen –diríamos irremediablemente– un fondo cultural de odio histórico.
Sin embargo, quienes participan en las marchas orangistas, incluidos no pocos cargos públicos, tratan de que no se vea de ese modo. El reverendo Mervyn Gibson, gran secretario de la Orden de Orange, ha declarado que la mayor parte no tiene ya carácter sectario: «El día no ha podido ir mejor, dijo a la BBC, el sol brilla y las bandas [de música] tocan fuerte, un gran día 12 de julio». Los políticos protestantes hablan de «fe y libertad», mientras otros miembros activos de la Orden de Orange apuntan a la necesidad pacífica de celebrar su «identidad cultural».
No todo es así. En 2025, no han faltado fogatas en las que se quemaron las figuras del grupo rapero Kneecap, que se ha destacado por sus mensajes en favor de la lengua irlandesa (gaélico), por sus contenidos prorrepublicanos o contra el genocidio de los palestinos en Gaza.
Una de las mencionadas fallas del odio ha llegado a cubrirse con la recreación de una patera llena de figuras oscuras que recordaban a los migrantes que atraviesan el canal de la Mancha o el Mediterráneo en busca de una vida mejor. La imagen tenía dos lemas políticos claros: Stop the boats, por un lado, y Veterans before refugees, de inequívoco signo racista.
De modo que vista desde la distancia, la fiesta anual de los orangistas no termina de ser esa celebración tradicional y pacífica a la que se refieren la mayoría de los participantes y los organizadores de esas fallas –muy distintas a las de Valencia– y esos desfiles de Escocia e Irlanda del Norte, repuntados de periódica toxicidad.
En Europa, desde luego, nos sobran motivos para aspirar a otro tipo de celebraciones y fiestas, necesariamente alejadas del recuerdo de cualquier tipo o signo de identidad sectaria.