Roberto M. Cataldi Amatriain[1]
Cada vez que debo explicarle a un extranjero qué sucede con el declive catastrófico y la corrupción estructural de la Argentina no me resulta sencillo. Pues bien, es el octavo territorio del planeta, tuvo su mayor crecimiento de 1871 a 1914, y en 1895-1896 tenía el PBI más alto del mundo (Estados Unidos venía detrás).
La enorme riqueza y las oportunidades para iniciar una nueva vida facilitó que entre 1880 y 1940 fuera el país elegido por los inmigrantes de diversas nacionalidades, predominantemente de Europa.
Pero desde hace más de doscientos años vivimos en medio de conflictos por mezquinos intereses. En estos últimos cuarenta años, con la vuelta de la democracia, no hemos tenido políticas de Estado, excepto incrementar el número de pobres, crear un seudoestado de bienestar, reafirmar privilegios escandalosos, y enredar al ciudadano con trámites que le quitan vida y dinero.
Un sector tradicionalmente favorecido vive en el limbo, otro buscando la salida del laberinto (clase media), y un tercero en la absoluta desilusión, donde se cuela la marginalidad impuesta y hasta el delito.
Los jóvenes se enojan, con razón, pero ignoran por falta de experiencia y desconocimiento de la historia, que aquí la política es experta en trampas cazabobos, como destruir una casta para reemplazarla por otra. La retrotopía de un «paraíso perdido» que jamás existió y el adoctrinamiento como prisión de la mente dominan la escena, siendo el fanatismo moneda corriente.
El capitalismo de amigos constituye una realidad inveterada. Las denuncias por dádivas y compra de votos aparecen en los medios pero nadie investiga. La justicia tiene sus altibajos, la ley no se aplica por igual a todos los ciudadanos. Quien logra ganar las elecciones presidenciales se considera con poderes omnímodos, como si fuese un monarca, y hasta pretende que los otros poderes del Estado se sometan a sus caprichos.
La Constitución, invocada permanentemente, es violada sin pudor, pues, siempre surge alguna excusa. La patria ya no es lo que fue, la de aquellos que dejaron su vida por asegurar un futuro de gloria, y varios de los héroes consagrados en la historia oficial que debíamos venerar como si fuesen santos, eran lobistas de gobiernos extranjeros, otros actuaban por interés propio.
Esto explica que hoy haya no pocas fortunas mal habidas, y que los favorecidos defiendan el statu quo, al fin de cuentas viven en otro mundo.
Los reclamos y las huelgas se han convertido en derechos abusivos, el mecanismo extorsivo de piqueteros, sindicatos y otras organizaciones atenta contra el Estado de Derecho. Los ciudadanos están sujetos al vandalismo y la extorsión como mecanismo de negociación, convirtiéndose en rehenes, pero curiosamente el Estado no los protege, convalida el mecanismo o mira para otro lado.
Los ejemplos cotidianos son incontables en todo el territorio, bástenos el caso de una mujer que hace poco murió dentro de un ómnibus que llevaba diez horas bloqueado por un piquete…
La mitad de los habitantes prácticamente se hallan en situación de pobreza, ni hablar de la alta indigencia, con una inflación anual que puede llegar a cerca del 150 por ciento según algunos analistas.
La gobernanza ha logrado que haya tres generaciones que no conocen el trabajo. En efecto, jóvenes que no han visto a sus padres y abuelos trabajar, pero a cambio reciben subsidios del Estado cuyos fondos provienen de los que pagamos nuestros impuestos religiosamente, fruto de nuestro trabajo.
Mientras tanto el esfuerzo, el sacrificio, el estudio, el mérito, la riqueza obtenida con trabajo honesto, son mal vistos, cuando no despiertan el odio de un sector victimizado. Y en este clima de desolación miles de argentinos, sobre todo altamente capacitados, injustamente deben abandonar el país en busca del futuro que aquí se les niega.
La Argentina fue pensada desde la escuela y lo que ella representa. La educación que estuvo entre las mejores del planeta, está en franca decadencia, olvidó que Sarmiento sostenía que ésta, «civiliza y desenvuelve la moral de los pueblos. Son las escuelas la base de la civilización».
Hoy el único mecanismo de ascenso social reside en la política.
Somos un país de individualidades, muchas de ellas de trascendencia mundial, aunque en algunos casos deliberadamente ignoradas o no reconocidas aquí. Los argentinos fallamos en lo colectivo, no trabajamos con espíritu de equipo.
Las dirigencias, salvo excepciones, han revelado carecer de «conciencia moral», pero el ciudadano de a pie debe tenerla para reclamar por sus derechos, cumplir con sus obligaciones y deberes. Nos urge pensar y reflexionar con la propia cabeza, no con la de quienes mienten en provecho propio. Creer es mucho más fácil que pensar y el miedo a pensar, es, el miedo a la libertad, o qué hacer con ella… La pobreza en todas sus manifestaciones más las dádivas indignas constituye la fórmula que lleva a la sumisión o la esclavitud.
Nuestra democracia no es lo que las personas de bien deseamos, pues, se ha convertido en una telaraña de los políticos donde quedan atrapados los votantes, con sus sueños rotos y su dignidad maltrecha. Todos se pelean por el poder y los negocios que harán, y en sus discursos prometen un camino luminoso que no supera la penumbra. Las posiciones de izquierda o de derecha son una nebulosa retórica que pretende engatusar ingenuos, mientras la dirigencia vive en una obscena riqueza.
Lo cierto es que cuando la crisis se hace crónica termina naturalizándose, y ya no es un punto de inflexión sino algo normal. Y el poder es como una droga dura, pocos logran salvarse de la adicción… «Ay, Patria mía», fueron las últimas palabras de Manuel Belgrano.
- Roberto M. Cataldi Amatriain, es presidente de la Academia Argentina de Ética en Medicina