“No estoy de acuerdo con lo que dice pero daría mi vida para que pudiera seguir diciéndolo”
(frase atribuida a Voltaire por una de sus biógrafas, aunque parece ser que nunca la pronunció. Eppure, se non è vero è ben trovato)
Señor ministro (y señores periodistas progres), el derecho a decir todo, a escribir todo, a pensar todo, a ver y escuchar todo, se deriva de una exigencia previa: no existe ni derecho ni libertad de matar, de atormentar, de maltratar, de acosar, de oprimir, de obligar, de matar de hambre ni de explotar, escribe el filósofo situacionista belga Raoul Vaneigem en “Rien n’est sacré, tout peut se dire. Réflexions sur la liberté d’expression” (Nada es sagrado, todo se puede decir. Reflexiones sobre la libertad de expresión), publicado en La Découverte en septiembre de 2003.
En artículos, tertulias y debates más o menos periodísticos, se menciona estos días con demasiada y peligrosa frecuencia una frase: “La libertad de expresión tiene sus límites”. La repiten incansables políticos de distinto trapío, aunque justo es reconocer que mayoritariamente inclinados a la derecha, en un intento de defensa de sus indefendibles colegas que han caído en la corrupción, la malversación, la estafa o el blanqueo de capitales, obligados a comparecer ante la justicia para responder de esos supuestos delitos. Decirlo, comentarlo, publicarlo, e incluso echarles en cara –hemeroteca o videoteca en mano- sus desmanes, representa para esos “defensores” sobrepasar los límites de la libertad de expresión. Y en pos de ese mimetismo con que en estos tiempos se ejerce el noble oficio del periodismo, tan degradado últimamente, después son los propios presentadores, comentaristas, tertulianos, etc., quienes hacen suyo el axioma y expanden por los cuatro vientos la consabida frase: “La libertad de expresión tiene límites”.
Pero ocurre que no. La libertad de expresión no conoce límites desde que fuera definida por primera vez en el Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de la ONU en París, el 10 de diciembre de 1948: “Toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión, lo que implica el derecho a no ser perseguido por sus opiniones, así como el de buscar, recibir y difundir, sin consideración de fronteras, informaciones e ideas por cualquier medio de expresión”. El enunciado del artículo es meridiano: derecho a la libertad de expresión y a difundir informaciones por cualquier medio y sin ninguna limitación.
Como no podía ser de otra forma en una Constitución democrática que ampara un Estado de derecho, el contenido del artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos encuentra su réplica gemela en el Artículo 20 de la Constitución española, que dice textualmente:
“Se reconocen y protegen los derechos:
a) A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción.
b) A la producción y creación literaria, artística, científica y técnica.
c) A la libertad de cátedra.
d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades”.
En un apartado tercero de las adendas, la Constitución española introduce el concepto de “límite” a las libertades anteriormente mencionadas, fijándolo “especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”, es decir, en algunos de los delitos detallados en nuestro Código penal.
Entiendo que la misma objeción puede extenderse al resto de los actos criminales fijados en el Código, como la difamación, el insulto, el ataque, el acoso o la tortura, física o psicológica, entre otros. Pero es que, tanto en este ejemplo como en la definición anterior fijada por la Carta Magna, se trata de delitos que nada tienen que ver con la libertad de expresión, sino con la conducta social, por lo que su denuncia debe hacerse en los tribunales para que sea la justicia quien dictamine si se ha incurrido o no en falta.
Ninguna opinión periodística, broma, ironía, caricatura o denuncia, debe ser nunca adjetivada diciendo que ha rebasado los límites de la libertad de expresión. Lo único que puede, en todo caso, aducirse, en que ha incurrido en un posible delito de infamia o falsedad, ataque a la intimidad o al honor, acoso o tortura, etc. Y, en ese caso, la solución no está en las tertulias ni en los editoriales periodísticos, sino en las salas de los tribunales.